La
semana pasada empezamos a pararnos en algunos puntos que resultaban vitales
para combatir la pandemia en la que estamos metidos hasta las trancas.
Mencionamos la pobreza, que nunca
existe cuando todo va bien pero que en cuanto nos volvemos frágiles por
cualquier cosa, por el virus en este caso, los ojos se nos van a las chabolas,
que resulta que estaban ahí, que en este
momento se llaman temporeros como podrían llamarse refugiados o sencillamente
pobres como decidimos llamarlos para no andarnos con muchos remilgos. Hoy nos
paramos en otro sector de la población con características distintas pero que
se siente tan fuera de la ley y el orden como los pobres. Son los jóvenes, ese
sector de la población de menos de 30 años que pulula a nuestro alrededor de
contrato de prácticas en contrato de prácticas, de voluntariado en voluntariado
pero que cada día tiene menos posibilidades de integrarse en la sociedad,
sencillamente porque cada vez se necesidad más requisitos para adquirir la
ciudadanía plena. De pronto comprobamos que hay grupos importantes de personas,
los llamamos jóvenes por decir algo, que no hacen caso de los consejos.
Empezamos
a conocer algunas medidas que nos pueden permitir sobrevivir con el virus hasta
tanto dispongamos de una vacuna eficaz o un medicamento que lo pare, lo
contamos por los medios de difusión como una buena solución intermedia y nos
encontramos que la juventud no sigue a los medios de difusión porque viven a
otra velocidad y están en otra cosa que parece que sólo les interesa a ellos y
que se llama vivir. Al principio empezamos a decir que los niños eran
supercontagiadores aunque ellos tenían un grado de inmunidad personal muy
importante. Que eran un peligro público, vamos. Luego se desdijeron de
semejante afirmación y ahora vamos en que el virus contagia a cualquiera pero
que los jóvenes tienen un nivel de inmunidad tan alto y que sus contagios son
en general leves.
Hemos
construido una sociedad en la que no pasa nada si no se tiene una buena cerveza
o una copa de cualquier licor en la mano. Hace años pasaba algo parecido con el
tabaco. Fuéramos donde fuéramos e hiciéramos lo que hiciéramos, no éramos nada
si no estábamos fumando. Ahora es con la bebida. No se concibe llegar a
cualquier sitio, entrar en conversación con alguien y que no sea bebiendo. El
ritual de los fines de semana se lleva la palma. Es el tiempo que los jóvenes
han tomado como suyo, que empieza el jueves por la tarde, se le llama JUERNES, para reunirse entre ellos,
hablar, bailar o ejercer la convivencia por ellos mismos, sin la permanente
batuta directora del poder de turno, con mucho alcohol siempre como vehículo de
enlace entre unos y otros, supongo que para sentirse vivos, una vez que la
sociedad les ha dado la espalda y los ha sacado de su estructura. Solo les ha
permitido la noche, de la que son dueños absolutos, y el alcohol como forma de
desahogo y ambas cosas chocan de frente contra el virus.
Después
de tres meses de confinamiento, se han abierto las puertas y todo el mundo se
resiente y trata de volver a la normalidad que conocía. La nueva normalidad que
nos han impuesto podrá ser eficaz contra el virus, yo no lo discuto, pero significa vivir con un corsé durante todo
el tiempo y vemos que nuestros consejos hacen aguas. Podemos confinar de nuevos
las zonas especialmente problemáticas, y habrá que hacerlo en los casos más
descontrolados, pero no estaría de más que el sector que ostenta el poder se
arremangara un poco y en vez de estar todo el tiempo en la lucha política del
corto plazo, que está deteriorando la convivencia a pasos agigantados, se
dejaran de tensionar la sociedad que el virus ya la tensiona de por sí. Tenemos
que encontrar fórmulas de salida en las que todos nos sintamos incluidos y en
las que nos demos cuenta de una vez que, o salimos todos o nadie podrá estar
tranquilo.
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