Seguidores

domingo, 26 de febrero de 2017

INSCRIPCIÓN


         Tradicionalmente la administración pública tiene establecido el mes de marzo para que las familias soliciten plaza para el curso próximo que empezará en septiembre en las edades comprendidas entre los tres y los dieciséis años. Entre los tres y los seis años todos los menores tienen garantizada una plaza pero no es un tramo obligatorio. De los 0 a los 3 años será en abril cuando puedan solicitar plaza y aquí sí que hay problema, al menos por el sur de España porque la demanda es muy superior a la oferta. Las familias se vuelven locas para encontrar un centro que se encargue del cuidado y educación de sus hijos. Al escasear tanto la oferta se presta a que muchos centros no reunan las mejores condiciones para desarrollar el servicio que ofrecen y, vistas las dificultades, la administración opta por tolerarlos si las familias no protestan demasiado.

         Hacia 1985 estábamos saliendo de estructuras educativas arcaicas y diseñando lo que entonces llamábamos el futuro. En Barcelona nos reunimos profesionales de toda España y, ante la fuerte presión del recién estrenado gobierno socialista claudicamos y permitimos que el ciclo de 0 a 3 años quedara fuera del ciclo educativo. Su desarrollo quedó imbuido de un criterio mucho más social, asistencial y sanitario lo cual significó que así como para el resto reivindicábamos que los profesionales que lo debían  impartir fueran maestros, para los más pequeños se aceptara una persona titulada que coordinara los contenidos aunque el resto de los profesionales pudieran  disponer de un ciclo de formación profesional. En la práctica,  algunos  lo supimos desde el primer momento, significó que su educación quedaba supeditada a criterios sociales y sanitarios que entonces quisimos creer que serían provisionales pero que el paso del tiempo nos ha demostrado que se han convertido en definitivos. El ciclo educativo en España empieza por tanto a los tres años.

         Visto que el desarrollo social ha traído consigo que todos los miembros de la familia trabajen, los pequeños se convierten de hecho en un verdadero incordio que hay que resolver, bien combinando los turnos laborales de los padres, bien recurriendo a la colaboración de los abuelos, otros familiares, vecinos o sabe dios qué,  para cubrir los horarios de manera que los pequeños dispongan del cuidado de una persona adulta en todo momento, sean los padres o no. Aquí podríamos ir describiendo un rosario de situaciones diversas en las que los más pequeños se tienen que desenvolver quedando como conclusión que en el momento de la vida en que más necesitamos de estabilidad emocional es justo cuando tenemos que vivir situaciones más irregulares  que muchas veces se convierten en dramáticas por la gran dificultad que implica casar las necesidades de los pequeños con las disponibilidades de los adultos para cubrirlas. A esto se les une, por si fuera poco, que los profesionales que los atienden son los menos cualificados y los peor pagados de todo el ciclo educativo cuando la lógica dice que tendrían que ser justo lo contrario para responder a las demandas que el material humano necesita. Pero así está hecho este mundo en el que vivimos.


         Una vez explicado someramente el contrasentido en el que la educación de los primeros años se desenvuelve, las familias se vuelven locas para encajar disponibilidades y estructurar para los más pequeños una forma de vida que encaje con el resto de la familia. La verdad es que normalmente significa que los pequeños son los que terminen perdiendo, lo mismo que en el sistema educativo, y teniendo que aprender a desenvolverse en lo que el conjunto de la familia les va dejando. El resultado es muy sencillo. Los menores de la casa y de la sociedad son los que más arrumacos reciben pero los que menos inversión  para satisfacer sus necesidades. Es de esperar que algún día, en vez de tantas carantoñas nos dediquemos en serio al reto educativo y establezcamos unos pilares sólidos de estructura y contenido para los primeros años de la vida.

domingo, 19 de febrero de 2017

TIEMPO


         Hay tiempo para todo en la vida. Por momentos pienso que no vale la pena escribir porque ya está todo dicho. Otros, en cambio, me gustaría escribir sobre todo lo que veo porque pienso que se pierden continuamente aristas de la realidad que, si  las fuera contando a medida que las veo ofrecería aspectos insólitos que pasan de largo. Seguramente no es verdad ni una cosa ni la otra y lo que tengo que hacer es ser un poco humilde, cumplir mi compromiso de cada semana lo mejor que sé sobre este tema de la infancia y de la educación. Y es que por más determinación que uno tenga, la duda siempre reivindica su espacio y aflora su patita por donde puede.

         No he viajado a EEUU y no conozco su manera de vivir sino por referencias: cine sobre todo, literatura o noticias. Eso me llevó, por ejemplo, a vivir un buen chasco hace unos meses con la victoria de Trump al comprobar que Hillary tenía menos apoyo popular del que yo suponía si. En el cine no paro de encontrar referencias en defensa de la familia pero nunca encuentro secuencias de familia. Los pequeños americanos que salen en el cine casi siempre están solos y sus familias, sobre todo sus padres, demasiado ocupados haciendo cosas que no pasan por vivir con ellos. Como mucho los acompañan al partido o a la fiesta del cole. Tengo tan interiorizadas estas secuencia que hoy por hoy pienso que el concepto de familia en EEUU no tiene mucho que ver con la idea de convivir, de pasar tiempo juntos. Un padre que abraza a su pequeño porque acaba de conocerlo cuando cumple ocho años, cosa frecuente en el cine, a mí que me dejen de rollos que eso no es más que un encuentro entre dos desconocidos sin vínculos entre ellos.

         Recuerdo cuando en las charlas a las familias me referían que los pequeños manifestaban el hartazgo de sus madres y siempre querían estar con sus padres. Las madres,  mayoría entre mi público,  lo decían con pesar y con desconcierto. Yo no contribuía mucho a despejarlo cuando les decía que eso era debido a que en la vida, lo que tenemos a mano solemos despreciarlo y deseamos lo que no conocemos. Que la solución, por tanto no estaba en sus manos sino en hacer que los padres dejaran de ser esos desconocidos que se movían alrededor de los pequeños y que en algún momento decían la última palabra. Hoy esto se va modificando en alguna medida, desde el momento que los padres se han tirado al barro de la convivencia de cada día y pasan tiempo con sus hijos y las madres asumen que pueden tener una vida individual, aparte de la crianza de los hijos. La cuestión es tan simple como eso. El padre había sido visto siempre desde lejos y se le tenía idealizado. Basta que se acerque al hijo, que conviva a la hora de comer, para el cambio de pañales o a la salida del baño para que se vea una persona distinta por completo, para mal y para bien.


         Y es que somos tiempo, no nos engañemos. Allí donde pasemos nuestro tiempo estará nuestra patria, nuestra familia, nuestros amigos y de ese lugar seremos en definitiva. Cuando hablamos tendemos a mitificar lo que decimos cuando la realidad de la vida es mucho más simple y más a ras de tierra. Lo que los pequeños necesitan para su equilibrio emocional y para el fortalecimiento de sus apegos, que son como las vigas maestras de su personalidad,  no es ni más ni menos que contar cada día con sus padres y con sus madres, interactuar con ellos para los distintos momentos y situaciones de la vida y que eso no sean momentos esporádicas sino el estado habitual de las cosas, las secuencias habituales de cada día.

domingo, 12 de febrero de 2017

METÁFORA


         Estoy convencido de que los lugares desde los que puedan leer este humilde alegato a la vida y de vida en sí mismo, habrá señales desde las que vislumbrar que el tiempo pasa pero que la vida empuja siempre adelante y no se agota por más que nos coman las dudas y los prejuicios. No sé por qué nos cuesta tanto entender lo que tenemos delante de los ojos. Para mí ha sido una de las cosas más difíciles y me lo he dicho miles de veces aunque no estoy seguro de haberlo entendido. Déjate de lo que tú sabes o de lo que quisieras y mira con ojos de ver lo que la vida te pone delante.

         Hemos podido contemplar ya en enero las discretísimas flores de romero y algunos con monte cercano habrán podido presenciar  las amarillas aliagas. Si tenemos humedades cerca, también nos habrán llegado a los ojos las violetas moradas pero a estas alturas, mediado febrero, ya no hay quién se esconda y son los almendros los que pregonan con sus blancas o moradas flores como banderas indiscutibles lo que bulle por sus raíces, lo que se nos está metiendo en el cuerpo a todos, que no es otra cosa que el nuevo ciclo de la vida cuya luz se va apoderando de los días minuto a minuto implacablemente. Este fenómeno del despertar de la vida del letargo invernal tiene manifestaciones concretas en el comportamiento de todos nosotros pero de una forma especial en  los más pequeños que son los más cercanos a la tierra y los que mejor interpretan los fenómenos naturales justo cuando la vida los impulsa. La escuela se convierte en un hervidero energético, como si estuviéramos frente a uno de esos miles de cráteres que vemos en los reportajes de naturaleza y que nos dicen que el centro de la tierra está vivo y en continuo movimiento.

         Si además coincide en un año como este de grandes nevadas, de espectaculares ventoleras y de lluvias torrenciales, casi nunca a gusto de todos, tanto si nos gusta como si no, tendremos que asumir que algo parecido a esto es la vida y que nos haremos un gran favor si en vez de lamentarnos todo el tiempo porque las cosas no suceden como nosotros deseamos,  nos ponemos de una vez a remar a favor de la corriente, a corregir los desperfectos que los desmanes del tiempo hayan producido en los espacios que pusimos probablemente en el lugar equivocado pensando que la tierra era nuestra y que los elementos se avendrían a nuestro antojo y asumirían los limites que les señaláramos. Y mira que a cada momento estamos recibiendo lecciones en las que la propia vida nos va diciendo que somos apenas una mota en medio de la vorágine y del poder del viento, del agua, del fuego…, pero nosotros nos empecinamos en considerar que somos los reyes de no sé qué mundo porque, desde luego, de este que pisamos, no.


         Es cierto que todavía el frío, al menos por aquí, puede apretar lo suyo pero estamos en el momento de platear salidas limitadas a los alrededores que nos metan por los ojos toda la diversidad del mundo, que nos digan cómo son los pescados que comemos, los zapatos que calzamos , las zanahorias, los tomates, las manzanas, las lámparas que nos iluminan. Cualquier paseo por el barrio nos puede resultar demasiado simple pero tenemos que darnos cuenta de que para los pequeños que nos acompañan y que ojalá les permitamos que paseen a su gusto y no como si fueran una cuerda de presos que no pueden moverse de su lugar en la fila, muchas de las cosas que ven las ven por primera vez y necesitan interiorizar formas, colores, volúmenes y sobre todo poder compartir esas vivencias elementales con los compañeros que los acompañan y que juntos forman la generación que nos tomará el testigo en unos años del ciclo de la vida.

domingo, 5 de febrero de 2017

INTERIOR


         Esta mañana me he despertado sobre las siete, completamente de noche, después de unas horas ininterrumpidas de sueño reparador, libre por fin de la incómoda tos de días atrás. Llovía generosamente. Me preparaba para asistir a mi primera cita matinal a las nueve y media. En pleno desayuno me he dado cuenta de que no era lunes como había pensado. Un domingo de regalo. No es la primera vez. Los calendarios tienen menos sentido en la jubilación y se mezclan con facilidad churras con merinas. La lluvia me ha dado pie para pensar en los pequeños en un día de lluvia y la reflexión que abarque el ayer y el hoy. Empiezo a escribir y ya no llueve pero mi pensamiento está prendido en ese contenido y voy a seguir por ahí.
            
         Recuerdo con fuerza la reclamación para los pequeños un espacio propio,  un poco de intimidad. Un pequeño era poco menos que un juguete y su vida estaba ligada a la imitación y poco más.  Con el paso de los años se impuso hasta donde fue posible la habitación del niño o de los niños y también el fiasco consiguiente de que los pequeños dejaban con gusto su habitación para jugar allí donde se estaba repartiendo el bacalao de la casa, o sea, en el salón, que es donde solían estar los padres. Recientemente  se ha convertido en el antro reservado de los reyes de la casa donde campan a sus anchas en su república independiente y con el mundo de internet a su completa disposición para hacer y deshacer a su antojo. No vale la frustración. Lo que se buscaba en origen creo que era bueno para ellos y los nuevos problemas necesitan nuevas respuestas.

         Seguramente otra frustración de calado, sobre todo en días en los que la lluvia nos mantiene recluidos entre las cuatro pareces es la de ver que las nuevas condiciones de vida nos han traído juguetes para los pequeños que les permiten poner en vigor los imprescindibles procesos de elaboración pero que eso no quita que los pequeños nos sigan reclamando  porque en el fondo lo que quieren los niños no son cosas si las cosas han de significar que no nos van a tener a nosotros. Un día de lluvia es el perfecto baremo para comprobar que verdaderamente los niños no reclaman sino que nos reclaman. Con nosotros dentro del lote,  cualquier objeto es factible y se puede acabar el tiempo sabiendo que se van a sobrepasar los objetivos de desarrollo que se quieran, pero del mismo modo podemos comprobar la inutilidad de las cosas por sí mismas. En cualquier momento comprobamos que el aburrimiento existe con juguetes o sin ellos porque la capacidad de relación no está en las cosas ni lo ha estado nunca. Los pequeños necesitan el roce de los mayores para aprender y para crecer y las cosas contribuyen en alguna medida, pero siempre que sus apegos no se pierdan de vista.

         Estas don ideas sobre los espacios de intimidad y sobre la importancia de la relación por encima de las cosas creo que fueron fundamentales en su momento y significaron conciencia colectiva sobre unos seres que andaban por allí y que no concentraban la atención de las familias más allá de otro juguete cualquiera y sobre todo, con derecho propio. Había que poner a los pequeños en el discurso familiar como elementos a tener en cuenta, tanto en la distribución de la vivienda como en el reparto del tiempo. Es verdad que la modificación de las condiciones de vida hicieron que se alcanzaran algunas cotas de abundancia que nos hicieron caer en la trampa de confundir cantidad con calidad porque las carencias de los pequeños no eran cuantitativas sino mucho más profundas. Está claro que tenemos que seguir aprendiendo.