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domingo, 28 de enero de 2018

VIDA


         Hemos conocido a estas alturas muchos ciclos de vida o al menos suficientres como para tener una cierta perspectiva de que la naturaleza es más fuerte de lo que pensamos. En el Valle de Lecrín, a 30 kilómetros de Granada y a medio camino de la playa, ya han brotado los almendros, sencillamente porque es su hora y no entienden de barcos. Es verdad que hay un importante déficit de reserva de agua, aunque los he conocido mayores, pero el reloj del tiempo se pone en marcha y no entiende de barcos. Hay que florecer y se florece y ya es posible deleitarse con el anuncio de la primavera blanco o malva que se combina con los naranjos del Valle. Después del letargo que culminó a final de diciembre con el solsticio de invierno, los días van abriendo de luz minuto a minuto. Seguimos en invierno y se nota, es verdad, pero la fuerza de la vida ya anuncia un nuevo ciclo.

 En los más pequeños se nota muy claramente que al final formamos parte de la vida y entre nosotros y un almendro hay un ciclo vital común inevitable. Claro que el almendro es un árbol y y cualquier pequeño es una parsona, pero ambos somos seres vivos y por tanto sometidos a los ciclos de la vida. Lo mismo que la oscuridad venía hace un mes a acogotarnos y nos empujaba a recluirnos en la casa buscando el calor y contando historias de nacimientos y de regalos para intercambiar leyendas, ahora nos empuja a la calle y nos muestra cada tarde cómo el sol se va apoderando del tiempo y nos va haciendo entender que todo empieza a brotar y que la vida se va a volver a imponer sobre las oscuridades. Todavía sigue el frío, es verdad, pero los músculos se nos despiertan y nos reclaman caminatas, saltos y cabriolas para anunciar con nuestro movimiento todo lo que bulle por las entrañas de la tierra que nos cobija.


         A estas alturas hemos evolucionado suficiente, sobre todo en algunas latitudes, para acometer programas de conocimiento que, formando parte del aprendizaje que a través de la escuela nos puede llegar, hace a los más pequeños como más universales, los incluye de manera más directa como miembros activos de la sociedad, los hace presentes como está presente el malva de los almendros del Valle. Es momento de salir de las aulas para patearse los barrios, conocerlos más a fondo y fabricar palabras con las fruterías, las tiendas de zapatos, las farmacias, un paseo en el Metro, recien inaugurado,  que nos traslada de una punta de la ciudad a otra en un santiamen mientras vamos por encima y por debajo, según los tramos, conociendo los distintos niveles entre los que vivimos. Podemos y quizá debemos, acercarnos a las piscinas cubiertas de los barrios para integrarnos también en el líquido elemento con los mayores que asisten a sus cursos de mantenimiento o con los disciplinados incondicionales que suman largos y largos para que sus cuerpos no pierdan las musculaturas que el ejercicio endurece.


         Toda esta amalgama de cambios encadenados hacen que sin darnos cuenta un día tengamos tres años y al poco rato alcancemos los 30 y a la vuelta de la esquina nos encontremos con los 70 terminamos por llamarlo vida y se produce nos pongamos como nos pongamos. No nos va a esperar y por esa razón algunos estamos empeñados en tratar del conjunto del ciclo, sobre todo de los primeros momentos que estamos seguros de que son los más importantes para que estemos alertas, sepamos que lo que llega y lo que pasa es la vida y que nosotros podemos intervenir en ella para que nos aproveche todo lo que pueda. Tanto si la atendemos como si no, va a pasar y eso no lo podemos evitar, pero de recibirla como pasmarotes a ponernos a su lado y protagonizarla hay una enorme diferencia y esa es la que estaría bien que aprovecháramos. Por eso algunos no paramos de avisar para que andemos alerta.

domingo, 21 de enero de 2018

MIRADAS


         Los padres miran a los hijos. Los hijos miran al futuro. A poco que nos demos cuenta podremos comprobar que es una verdad como un templo y que su cumplimiento encierra una dosis de crueldad muchas veces irresistible. Traduciendo al cristiano el axioma de partida, en realidad es tan lógico que parece que no tiene discusión. Lo que pasa es que una cosa es la enunciación y otra muy distinta la materialización de las relaciones diarias y comprobar cómo es casi imposible su cumplimiento porque inevitablemente el devenir de cada día hace que los afectos se instalen y las dependencias fructifiquen de modo que se llegan a establecer vínculos tan fuertes que no es difícil preferir que cualquier contratiempo te pase a ti antes que a tu criatura a la que siempre vas a ver como frágil e indefensa y con la que vas a sentir una tendencia  a protegerla antes de medir si dispone de los medios suficientes para salir de las dificultades por sí misma.

         Así, un poco a lo bruto, lo que nosotros tenemos que hacer con nuestros hijos es enseñarles a volar por sí solos. Puede ser que sea muy rico verlos obedeciendo lo que les mandamos en cada momento y sentirnos orgullosos de que siempre están dispuestos a satisfacernos en todo, pero puede que tengamos que pensar en que con ese estado de relaciones estemos consiguiendo que se sientan atados a nuestros criterios y llegue un momento en que no sean capaces de decidir por ellos mismos. Y la vida pasa a una velocidad de vértigo y cuando quieres acordar te encuentras a tus hijos convertidos en personas mayores y sin haber desarrollado la capacidad suficiente como para desenvolverse en sus propios asuntos en momentos en los que sus padres no están presentes para dirigirlos. Se habrán acostumbrado a obedecer y a no dilucidar por ellos mismos y serán ahora otros los que terminarán por ejercer el papel que los padres posesivos han venido ejerciendo.

         En los momentos de infancia la tradición dice que somos los mayores los que tenemos que tutelar el desarrollo de los hijos y normalmente lo asumimos con un encomiable sentido de la responsabilidad. Lo que sucede es que los adultos no debemos olvidar que la vida es una película en la que el final no es un beso de tornillo. El final lógico de la película de la vida es que al final los hijos se van a vivir por su cuenta y los padres, si han actuado con la responsabilidad adecuada, los habrán dotado de las capacidades suficientes para desenvolverse por ellos mismos, por más que los afectos se sigan manteniendo y nos podamos seguir viendo como los turrones El Almendro, por navidad. Y para esta historia es para la que hay que prepararse desde el primer día. Sé que es muy difícil tener eso presente cuando estás cambiando los pañales o cuando los mantienes firmes para que den por fin el primer paso. Tampoco tenemos por qué estar con la matraca a todas horas, pero sí no perder la perspectiva de a dónde nos dirigimos.


         Podríamos decir que los hijos mejor educados no serían los que estuvieran en todo momento bajo el paraguas de sus padres sin terminar de asumir que tienen también la misión de fabricar su propia estructura de vida diferenciada y ajustada al tiempo que les toca, inevitablemente distinto al de sus padres. Y eso a sabiendas de que para llegar ahí hay que asumir multitud de tensiónes porque en la solución de los problemas que han precedido a la independencia posterior los padres han intentado aplicar su propia lógica ante los conflictos y los hijos unas veces habrán estado de acuerdo pero lo normal es que hayan intentado imponer su propio punto de vista para ir ganando espacio en su desarrollo personal. Eso es una guerra que no tiene fin y lo mejor es que terminen ganándola los hijos porque ellos son el futuro.

domingo, 14 de enero de 2018

DOLOR


         No sé si para este tiempo, recién salidos como estamos de tanta felicidad provocada por todos los estamentos sociales, sea el mejor momento para detenernos en el dolor en sus diversas variables, pero no cabe duda que se trata de un aspecto de la vida  presente en cualquier momento, que influye y que hasta nos determina. Si no somos capaces de hacer que nuestros menores asuman el dolor con entereza y con posibilidades de convivir con él y de sobreponerse a muchos de sus estragos tendremos personas incapaces de afrontar la realidad que lo mismo nos enfrenta a situaciones de gozo que nos sume en situaciones de dolor, bien en nuestros propios cuerpos o en los de  seres completamente cercanos a nosotros y llega a determinar nuestras vidas con situaciones coyunturales, como puede ser el caso de accidentes traumáticos, como definitivas cuando se trata de enfermedades crónicas que han de conviven con nosotros.

         No tenemos cerca las personas que queremos sino las que nos vienen dadas. En muchas ocasiones tenemos que convivir con la enfermedad, con el dolor, con la discapacidad en familiares muy cercanos que pueden vivir incluso bajo el mismo techo. En esos casos nuestra vida está tan determinada por esa circunstancia que ya va a formar parte de nosotros para siempre. El núcleo familiar se ha de configurar contando con esa particularidad y lo mejor es asumirlo desde el principio y entender cuanto antes que tenemos que vivir incluyendo el fenómeno de la enfermedad, del dolor o de la discapacidad que corresponda como parte integrante de nuestra vida. Sucede con mucha más frecuencia de la que creemos los que no vivimos rodeados de un fenómeno de esa naturaleza. Es razón más que suficiente como para que nuestra vida se desenvuelva para siempre empobrecida y enriquecida, según los casos, pero nunca al margen.

         A veces somos nosotros mismos los que tenemos que enfrentar el dolor en nuestra propia persona, bien de manera coyuntural como puede ser una herida, una rotura, una infección de relevancia que nos puede obligar a guardar cama durante un cierto tiempo, con lo que tenemos que aprender a integrar esa particularidad como un condicionante, tanto para nosotros como para los que nos rodean y responder de manera constructiva a tratamientos que pueden ser largos. En otras ocasiones puede ser la propia muerte que se nos haga presente en alguien muy cercano y que con mucha frecuencia hace que los menores desaparezcan de la secuencia del dolor como si no fuera con ellos, con lo que no participan del duelo colectivo y son incapaces de entender que el miembro que ha desaparecido ya no vuelva a estar presente en sus vidas como hasta entonces porque la muerte no es posible entenderla si no se la ve.

         Yo no quiero ser un cenizo ni recrearme en secuencias que normalmente no deseamos pero que forman parte de nuestras vidas hasta llegar a determinarlas, a veces de manera coyuntural y en épocas concretas, pero otras de modo permanente haciendo que tengamos que integrar los aspectos que nos vienen dados, bien con la presencia de alguno de los miembros de nuestro núcleo fundamental o nosotros mismos que por alguna cause nos vemos modificados por el dolor o la enfermedad y pasamos a tomar un papel bien diferente al que veníamos trayendo. Pero sí que quiero cerrar esta evocación del dolor en la vida de todos, pero sobre todo de los más pequeños, haciendo un llamamiento a las familias a que no marginen a los pequeños ante situaciones traumáticas o dolorosas que se produzcan en el núcleo familiar. Tampoco quiero decir que haya que tenerlos siempre en medio de la situación dolorosa por la que haya que atravesar. Pero sí considerar en todo momento que son miembros del grupo y que tienen, como el resto,  los derechos y los deberes que la vida nos vaya deparando 

domingo, 7 de enero de 2018

DESPEDIDA


         Después de veinte días de sonrisas reglamentarias, de visitas a todos los familiares posibles para compartir felicidades sin cuento, regalos casi sin fin, bien de manos de papás noeles o de reyes magos o de árboles de navidad o de todos juntos en una mezcolanza  inmisericorde de alegría formal. El caso es que hoy amanece y ya es un domingo normal para que los pequeños puedan enfrentarse con lo que quede de juguetes y regalos porque mañana sin falta tendrán que volver al cole y recuperar su rutina de trabajo y su orden, ese que llevaba demasiados días patas arriba  con una utilidad cuestionable. No me apetece echar más leña al fuego del sentido de una serie de días en desorden por lo que prefiero pasarlos de largo sin más y considerar que para mal y para bien ya son pasado. Ahora, de lo que se trata es de olvidar excesos de todo tipo y volver al orden.

         De mi infancia recuerdo un carrito con dos mulas que me estuvo sirviendo una serie de años. En realidad no recuerdo otro juguete. Por estas fechas el carrito desaparecía y mi madre, por más que yo lo intentaba, jamás abrió su boca para decirme dónde lo guardaba. En el paradero desconocido se pasaba todo el año para volver a aparecer, como por ensalmo, las navidades siguientes en las que había que reparar los desperfectos del año anterior y volver a sacarle utilidad al dichoso carrito y a las dos mulas que en algún momento desaparecieron de mis manos y pasaron a vivir en mi recuerdo del que estoy seguro que ya no se van a borrar jamás. No tengo constancia pero debió ser sustituido por las canicas, por el aro o sabe dios por qué otro artefacto sustitutorio que dejara claro en el interior de mi cerebro que había que olvidarse de carritos con mulas porque ya era momento de pensar en juegos más arriesgados y de mayores.

         Hay que desempolvar los útiles de trabajo y dar los últimos toques a los juguetes que queden vivos aun porque mañana lunes toca madrugar y enfrentarse con los amigos para compartir toda esa vida que sale de la lengua en forma de palabras que muchas veces corresponde a realidades vividas y otras a realidades soñadas. Tanto unas como otras nos sirven para hilar las primeras amistades, esas que en ocasiones nos van a durar toda la vida aunque  otras nos van a rozar apenas y van a caer en el olvido con la misma facilidad con que llegaron. A base de todo ese conjunto de experiencias tan variopintas se va a ir componiendo nuestra persona. Ojalá que todos podamos contar con vivencias suficientes para que esto ocurra. Serán los ladrillos de nuestra estructura interior,  más o menos firme en función de la calidad de los materiales de que estén compuestos.


         Esa estructura que nos terminará definiendo tiene que solidificarse y cimentarse a partir de los afectos familiares básicos.  Si los fundamentos no se producen, cualquier aliño que nos llegue de un sitio o de otro no va a ser más que filfa que el viento mueve de acá para allá. Si las vivencias llegan a nuestro espacio y está suficientemente abonado de afecto, ese sí va a enraizar y convertirse en muro de carga, capaz de soportar vientos y vendavales de todo tipo. No nos engañemos. Al final, lo que da fuerza a la estructura es la calidad afectiva de la familia o de los seres a los que uno se apega. Esos son los pilares que soportan el peso mental de nuestra vida. Casi siempre se llaman padres pero pueden llamarse de cualquier otro modo con tal de que la función de soporte la cumplan como es debido.