Ya se
empieza a hablar en España de la segunda ola de la pandemia. Seguimos sin saber
muchas cosas sobre este virus que se ha colado en nuestras vidas, pero algunas
cosas sí que vamos sabiendo. En este momento hay dos sectores de la población
que parecen ser los encargados de mantener el contagio y hacer que vuelva a
aumentar: los temporeros y la juventud y cada uno por razones muy distintas.
España ha sido tierra de emigración hacia Europa y América del Sur. Hemos
paliado la enorme desigualdad y la miseria que llevaba aparejada a base de
cargar los cuatro bártulos y dejar la casa y la familia para buscar por el
ancho mundo quien nos quisiera, vendiendo nuestra alma al mejor postor a cambio
de unas monedas que paliaran la dimensión de la injusticia en la que estábamos
inmersos al ritmo de la canción del EMIGRANTE
de Juanito Valderrama. Los años sesenta del siglo pasado nos ofrecen lecciones
sin cuento de lo que estoy hablando. Legales e ilegales hemos arrancado de aquí
y de allá dólares, marcos, francos, coronas…, a costa de nuestra vida para
conseguir la vivienda imposible o el pequeño negocio soñado que nos permitiera
algún día volver y retomar nuestra vida en los lugares de origen.
Hoy,
cincuenta años después de lo que cuento, nos encontramos en Totana, un pueblo
del sur con 30000 habitantes, 10000 de ellos inmigrantes de 160 países que han
venido a la recogida de la fruta. Viven en chabolas de plástico y cartón porque
nadie les alquila una vivienda y trabajan por el módico precio de unos 30 euros
al día. No quieren que la televisión los entreviste para que nos enteremos de
cómo viven en realidad por temor a que en sus países puedan ver cuáles son sus
condiciones de vida y cuál es el verdadero precio que pagan por la cantidad que
mandan a sus familias cada fin de mes. La mayoría se esconden para que no los
entrevisten. Sólo algunos permiten que la periodista nos muestre nuestras
vergüenzas por permitir tanta humillación a las mismas puertas de nuestras
casas.
Totana
puede ser más al norte Albalate de Cinca, donde cientos de inmigrantes se
hacinan en una nave en desuso sin agua y sin condiciones de habitabilidad o más
al sur Lepe, donde miles de personas nos ponen las frutas del bosque en
nuestras mesas por unos salarios y unas formas de vida que ocultamos en su día
cuando a muchos de nosotros nos tocó vivirlas en medio mundo y que ahora, con
todo el descaro las aceptamos y las argumentamos para otras personas,
sencillamente porque los flujos de la economía nos han puesto del lado de los
explotadores. No se explica con facilidad que un país que tiene varios millones
de parados oficiales se vuelva loco para encontrar a miles de temporeros de
otros países para que recojan las frutas. Solo se explica cuando nos enteramos
de que cobran 30 euros por jornada. No sé qué nos pasa en la memoria que la
usamos o la dejamos de usar cuando nos sirve para recordar o para olvidar lo
que nos interesa en cada momento.
Pues
de estos núcleos y de estas formas de vida están saliendo los nuevos focos de
contagio de este virus que nos ha colonizado en estos últimos meses, que nos
está obligando a cambiar de vida a base de mascarillas para todo y para todos y
a base de mantener distancias de seguridad que va a conseguir que terminemos
por dejar de conocernos aunque nos pasemos el día cruzándonos unos con otros,
pero sin saber cómo nos llamamos y qué cara tenemos. La pobreza se fue en su
momento de nuestras vidas porque la dejamos oculta en la emigración, cuando nos
tocó. Ahora parece que ya hemos olvidado aquella etapa y somos capaces de mirar
a los temporeros de nuestra fruta sin querer entender que somos nosotros mismos
hace unos años, dispuestos a conseguir unos euros para sus familias por encima
de las chabolas en que viven y de los virus que los infectan porque viven sin las
mínimas condiciones materiales que los protejan.