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domingo, 27 de noviembre de 2011

HORIZONTE

En educación los esfuerzos, las influencias, las determinaciones, el resultado de las preocupaciones cotidianas, muchas veces es desesperante porque no es posible verlo a corto plazo. Hay que tener un criterio interior y una seguridad en ese criterio porque los resultados de su aplicación no se van a ver la mayor parte de las veces, hasta dentro de bastantes años. Para orientar la acción educativa no va a ser suficiente el comprobar la influencia de las normas exigidas al menor. Es verdad que hay determinados efectos que sí se pueden ver a corto plazo cuando son normas finalistas: límpiate esto o ponte bien aquello o cosas similares, pero los aportes más profundos, que suelen ser los más valiosos, esos quedan en el interior, tanto nuestro como en el menor, y será mucho tiempo después cuando podamos decir. Ah, esto viene de aquella actitud que promoví.


A veces, ni siquiera somos capaces de relacionar lo que fue la influencia inicial en forma de norma o de costumbre con el resultado que, pasados los años se ve en quien recibió las indicaciones. Porque lo que más importa no es el conjunto de normas que ofrecemos e imponemos a los menores. De todas esas unas son más útiles que otras pero en general, todas adolecen de profundidad y están muy condicionadas por el tiempo que vivimos y las modas que se usan al respecto. Son cambiantes casi siempre y no suele ser muy profunda su influencia. No es raro que, pasados los años, los efectos se vean como amarillentos y acticuados.


Lo que nosotros aportamos a los menores no es lo que sabemos, que es lo que nos parece al principio, sino lo que somos, que muchas veces ni siquiera lo pretendemos o no somos conscientes de que es eso, pero pasado el tiempo, es lo que más claramente podemos reconocer en las personas que estuvieron bajo nuestro cuidado. Por eso me parece importante que hablemos de educación y que profundicemos en el interior de nosotros mismos y no veamos sólo un conjunto normativo que tenemos que transmitir. No digo que no tenga importancia ese conjunto de normas que necesariamente transmitimos. Tiene el valor de la creación y afianzamiento de unos hábitos que a los menores les van a servir para manejarse en la vida. Pero siempre van a estar subordinados a las grandes influencias y esas van a ser de quiénes y de cómo eran las personas cercanas.


Se puede dar el caso con facilidad que personas desarrolladas toscamente en cuanto a hábitos, las encontremos verdaderamente buenas personas, sencillamente porque sus mayores cercanos no eran demasiado refinados, pero sí gente de buenos sentimientos. Y exactamente igual al contrario. Ese es el profundo nivel de influencia, que es el más difícil de manejar, pero que a la postre resulta ser el de má valioso. El ámibito de las normas es importante sin duda, pero no se puede cmparar con ese otro ámbito que se refiere al modo de ser profundo del menor, que va a aflorar según la “leche que mamó”. Las grandes influencia no tienen por qué haberse transmitido ni siquiera con palabras, que también puede haberlas. Lo más normal es que se hayan transmitido a través de comportamientos y formas de reaccionar que los menores han interiorizado porque lo han visto en sus adultos fundamentales. Un refrán chabacano dice “haced lo que yo os diga, pero no hagais lo que yo haga”. Los pequeños no harán eso, sino que lo que hagamos sus adultos serán su principal influencia, aunque después digamos misa.

domingo, 20 de noviembre de 2011

AUTONOMÍA

En el crecimiento de los niños es indispensable la aportación de los adultos. No es posible pensar que un niño crezca por sus propios medios. Una vez dicho esto y sabiendo que es verdad de manera permanente, también hay que contar con que la aportación de los adultos puede ser dew muchos modos. Desde la que es capaz der anuilar la iniciartiva de los menores porque ante cada necesidad tienen una respuesta a la mano, hasta aquella que lee lo que el menor va necesitando en cada momento y se coloca cerca del menor para ver hasta qué punto es capaz< de ir resolviendo sus necesidades y completa aquello que al menor le falta en cada siutuación concreta.



Desde estas dos situaciones límites, cabes multitud de manewras intermedias, probablemente una por cada persona y por cada menor. De ahí que no podamos nunca sentirnos satisfechos en educación porque, por bien que lo hyamos hecho, será difícil que no hubiéramos podido hacer mejor. Creo que hay que buscar la manera de que la persona que esztá creciendo, sea lo más artífice posible en la resolución de los problemas y las dificultades que su crecimiento le plantea y nos plantea a los adultos que vivimos a su alrededor. La defensa de la autonomía de los niños significa que cada uno debe, siempre que pueda, ser el protagonista de su vida y debe resolver en la medida que pueda los retos que la vida le va planteando en cada momento.


Sé que hablar de esto y decir lo que digo es relativamente fácil, pero llevarlo a la práctica en los miles de momentos distintos que la vida ofrece, es algo bastante más complejo. Las situaciones son muy diversas. Nosotros los adultos tenemos una condiciones concretas, según las cuales los esfuerzos para responder adecuadamente a lo que se espera de nosotros a veces son sencillamente imposibles. Eso puede crearnos sensaciones de culpa que nos vayan minando la moral y que lleguen a convencernos de que no somos capaces de estar a la altura de lo que los menores necesitan. Podemos, en momentos concretos, hasta tirar la toalla y desistir de esforzarnos.


Y es que la educación es, sobre todo, una carrera de fondo, de mucho fondo diría yo. De un fondo superior a los veinte años. A lo largo de ese tiempo vamos a vivir miles d4e situaciones que nos van a llevar a las más altas cotas de gozo y a los abismos más profundos de la desesperación y la impotencia. Seguramente no van a ser los momentos más significativos ni los picos más altos de placer ni los momentos de desesperación más profunda. La vida es tan sabia que todos esos momentos van a quedar modulados por un conjunto de comportamientos mucho más cotidianos y mucho más numerosos que ni nos hacen gozar ni sufrir tanto. Es como si el comportamiento nuestro para con los niños nos hiciera sacar una nota media, que es con la que los niños se van a quedar. Importa, de todas formas, que tengamos conciencia de que nuestra misión no es protagonista. El protagonista es la persona que está creciendo y nuestra labor ha de ser de acompañamiento, de garantía, de solvencia en un momento determinado, pero siempre pensando que es el menor el que tiene que ir escalando los peldaños que la vida le ofrece y nuestra mano debe andar cerca de él porque en cualquier momento va a necesitar nuestro apoyo y ojalá que en ese momento no le falte.

domingo, 13 de noviembre de 2011

CHUPARSE EL DEDO

Sería inútil ponerse a explicar por qué y cómo un bebé empieza a chuparse el dedo. El axioma dice que ante un hecho no caben argumentos. Seguramente es así. Hay niños que se chupan el dedo. Quizá también se puede decir con toda la humildad que precisa un hecho tan complejo, que el dedo tiene un componente de placer y de seguridad. Pero esto no es decir mucho, a lo sumo mirar despacio qué pasa cuando alguien se está chupando el dedo y atreverse a leer lo que se ve. Ni que decir tiene que ni es bueno ni malo. Sólo es y ya es suficiente porque, tarde o temprano, hay que lograr que deje de serlo porque serlo es anclarse, mirar hacia dentro y quedarse plantado cuando la vida es progreso, crecer, modificar comportamientos y conquistar el mundo y sus posibilidades.


Sé que no invento nada si recuerdo: ¿Es que crees que me chupo el dedo?. ¡Chúpate esa!. ¿Crees que soy tonto? ¡Méteme un dedo en la boca!.
Seguramente tiene relación con la comida, con su recuerdo, con la ausencia de chupete en ese momento. Pero lo que importa es que chuparse el dedo es una actividad placentera y que proporciona seguridad. También que en los primeros años de la vida es más o menos frecuente y no suele tener demasiada trascendencia. Normalmente va desapareciendo y llega a extinguirse de la misma manera que llegó: poco a poco y sin que nadie tenga que intervenir. Esto es lo suyo y hasta aquí no debería plantearse ningún problema ni nadie tendría por qué mencionar el asunto. Pero hay personas que siguen creciendo, superan, por ejemplo los cinco años y mantienen este hábito. Incluso se fijan a él y entablan una especie de pugna o guerra con algún familiar cercano, padre o madre casi siempre, el menor por mantenerlo y el mayor porque lo deje.


Una maestra me contaba que su hija de ocho años, que mantenía ese hábito contra la intención de toda la familia le decía con frecuencia: Mamá, ¿tú me quieres?, ¿de verdad que me quieres?...Cuando ya se llega a estos niveles, estamos hablando de mucho más que de un problema de hábitos más o menos discutibles. A estos lugares es a los que no habría que llegar en ningún caso. Por una parte la familia debería aprender a ser flexible con los hábitos de los pequeños y permitir que dispongan de espacio y de tiempo para superar sus procesos de crecimiento porque no está establecido que a determinadas edades las cosas tengan que ser de una manera concreta y no de otra. Por otra parte los elementos placenteros y de seguridad les debieran llegar a los pequeños por muchos lugares diferentes y de fuentes distintas para que no sean ellos los únicos que tengan que encontrar por sus propios medios los placeres y las seguridades que necesitan.


Cada uno de los aspectos que comentamos son fuentes de amarre de unos determinados hábitos. Si sólo hay una fuente, el amarre es muy potente, si disponemos de más fuentes de provisión de placer y de seguridad será menos problemático prescindir de una de ellas en un momento determinado porque podemos encontrar recambio a poco que nos esforcemos pero si sólo disponemos de una, sólo de pensar que nos desaparezca nos va la vida en ello o nos arriesgamos a prescindir de algo muy importante en nuestra vida y para lo que no vemos sustituto alguno. El dedo, por tanto, es mucho más que el dedo y debemos encontrar fórmulas de superarlo, no de lucha contra él, que se nos van a volver en contra en casi siempre.

domingo, 6 de noviembre de 2011

EL CHUPETE

Probablemente se trata del fetiche más conocido y más aceptado. Por su forma y su función no parece arriesgado decir que funciona como un sustituto del pezón materno, por lo que es posible que su funcionalidad no sea otra que la de permitir a la madre manejarse sola, a sabiendas de que su hijo está, no exactamente con su pezón en la boca en todo momento, pero sí con un sucedáneo que se lo recuerda y sustituye. Es más, alrededor del chupete y de su valor sustitutivo del pezón de la madre se ha montado una floreciente industria que nos permite disponer de una amplia variedad de formas y texturas para ofrecer al menor que lo mantengan en la ilusión de la teta.


Seguramente que, si en los primeros momentos de vida no se le ofreciera al recién nacido nuingún chupe, la mayoría de los pequeños no lo necesitarían, pero aprovechando sus deseo de chupar se le ofrece un objeto con el que puede hacerlo y en muchas ocasiones termina enganchado y encontrando un cierto consuelo en ello porque, aunque como sustituto, le conecta con uno de los instintos mas universales: el de succión. A partir dew ahí, tanto los menores como sus cuidadores satisfacen una parte de sus deseos con la utilización del chupe, si bien para todos no deja de ser un sustituto de lo que verdaderamente se quiere.


En la mayor parte de los casos, este sucedáneo funciona un tiempo, uno o dos años normalmente, pasados los cuales, los cuidadores terminan por encontrar una forma de que el pequeño prescinda de este objeto y todo quede ahí. Otras veces, menos, es el propio menor el que deja de tener interésa por el objeto y cambia de interés sin más problema. El problema viene cuando, por miles de razones de muy variadas, las cosas no suceden así y los pequeños no terminan su deseo de chupe en un tiempo que los adultos consideran normal.Tampoco son pocos los conflictos por esta causa. Suele entablarse entonces una lucha de la que nadie sale beneficiado cuando lo que habría que hacer es ser flexibles y entender que si los niños no dejan el chupe cuando nosotros creemos que deben hacerlo existen causas para ello.


Y es que en educación, como supongo que en cualquier otro orden de la vida, es muy fácil crear un problema, el chupe no deja de serlo, pero puede que la solución no sea tan fácil como se espera. Y sobre todo que la salida de las cosas nunca tiene sus pasos contados ni se produce de forma matemática. Son muchos los factores que influyen en el desarrollo y cualquiera de ellos se puede atravesar en el camino y crear dificultades que en principio no era posible prever. De cualquiere modo, quede claro que lo peor siempre es plantear conflicto con los menores por una cosa como el chupete. Imponer supresiones a la fuerza no hacen más que enquistar el problema y alargarlo en el tiempo y darle una importancia que no tenía. Tenemos que aprender a pactar con los niños, a negociar, a darnos cuenta de que son personas y capaces, por tanto, de entender algunas limitaciones, siempre que ser sientan tratados con la dignidad que merecen.
El chupete pueder ser válido, pero siempre que sepamos que las soluciones que nos puede plantear necesitan de nuestra sabiduría y flexibilidad de criterio porque los niños no son fórmulas matemáticas, sino personas con sus propias inclinaciones y con su capacidad de crearse hábitos que luegho pueden tener sus dificultades para modificarlos.