Se dice que la vejez se identifica cuando se va abandonando
el presente y uno se dedica a vivir de recuerdos. Probablemente se trata de un
mito como tantos otros que arrastramos para explicar lo que nos convence y lo
que no de nuestra vida. La infancia sería, según esta lógica simplista una
forma de construir cada día como si la vida fuera un conjunto de vivencias que
nos invitan a entrar para impregnarnos de experiencias de las que iremos
configurando nuestra vida. Nunca me olvido sentado en una silla y pasando hojas
de un libro de Guillermo. Mi familia estaba convencida de que yo leía, pero no
era verdad. Sencillamente de tanto repetir el paso de las hojas del libro me
había aprendido el texto de cada página y lo repetía con fidelidad al contenido
que yo había aprendido, que no identificaba con letras ni con palabras sino con
la fotografía de la parte del texto que correspondía a la parte de la historia
que asociaba a los dibujos. Yo sabía que no era capaz de leer por más que mi
familia intentara hacérmelo creer a base de repetir la historia cada día.
Mis primeros años de escuela todo se centraba en repetir una
y mil veces unos estereotipos que terminaban por incrustarse en el cerebro y
que podíamos repetir mientras pensábamos en las Batuecas, por ejemplo. Años
después he visto en las escuelas musulmanas algo parecido con los versículos
del Corán lo que convierte el modelo de escuela en una especie de acumulación
indefinida de frases del libro sagrado como si la capacidad de las personas no
fuera más que un almacén de frases a través de las cuales acceden a nuestro
interior todos los conocimientos posibles que el mundo nos puede ofrecer. Yo me
eduqué en la doctrina cristiana pero la forma era muy parecida a lo que hemos
descrito. Soy capaz de recordar todavía conocimientos de entonces a base de
preguntas y respuestas sin razonamiento alguno sobre el contenido.
En los primeros ochenta se produjo una guerra sin cuartel
contra el memorismo y los docentes jóvenes que éramos entonces nos dedicamos a
centrar los contenidos a partir de nuestras capacidades de interiorizar cada
conocimiento de modo que despreciábamos, por ejemplo que Moscú era la capital
de Rusia pero no pasábamos por alto el minucioso estudio físico y humano de la
calle en que vivíamos. Nos volcamos en una escuela de la experiencia y
abandonamos como si se tratara de nuestro enemigo despersonalizador de la
escuela de la memoria que nos había abarrotado de conocimientos sacados del
contexto de vida en el que nos movíamos. El paso de los años nos ha traído como
resultado un mayor y mejor equilibrio en la adquisición y asunción de los
conocimientos, lejos ya de aquellos primeros bandazos encaminados a sublevarnos
contra las rutinas que nos habían torturado los años anteriores y que nos
habían sacado de nuestras experiencias individuales, fuera de los pilares
básicos de cualquier construcción educativa sólida.
Seguramente el equilibrio perfecto no existe, ni en
educación ni en nada en la vida. Hoy no sería capaz de tolerar una educación
que prescinda de la memoria como capacidad privilegiada de los seres humanos
para almacenar los conocimientos pero desde luego no se me ocurriría ni por un
momento ignorar las particularidades de cada uno de los alumnos a la hora de construir
su estructura educativa, sus conocimientos básicos y sus palancas elementales y
firmes con las que construir su vida intelectual. Lejos ya de los vaivenes de
la historia tenemos que asumir las síntesis como las mejores lecciones con las
que nos debemos quedar. Necesitamos la capacidad acumulativa porque nuestra
mente no tiene límites conocidos y tenemos derecho a vivir nuestra capacidades
como un valor pero sin ignorar por un momento ni quienes somos ni dónde se
encuentran nuestras primeras claves del conocimiento, que no es en otro lugar
que en el interior de nosotros mismos.