Espero
que vaya quedando claro que en educación cualquier excusa, cualquier
circunstancia, cualquier coincidencia se puede convertir en fuente de saber, de
investigación. Una casa en el campo de cualquiera, un padre camionero, una
madre arquitecta, una película que los demás no conocemos, un día especialmente
soleado, una salida familiar de fin de semana pueden ser argumentos idóneos y
más que suficientes para iniciar un diálogo y de ahí, trabajo para un día o
para sabe dios cuántos.
El patio
de la última escuela que pude compartir con los niños tenía historia de árboles
frutales pero cuando yo lo conocí sólo le quedaban dos caquis, exquisitos por
cierto, a los que pude añadirle un cerezo antes de irme. Espero que su fruto
sea tan rico como los caquis, aunque este tiempo no es momento de frutos, sino
de flores. Por los caminos hay flores a montones, que los niños pasan y cruzan
sin conocer. Seguramente que muchas familias tampoco y no pueden, por tanto,
facilitar a los pequeños el conocimiento preciso sobre lo que están viviendo en
este momento. Nuestro patio empezaba en Febrero con violetas que sabe dios
cuándo se habrían sembrado y que por más arreglos que se le daban al jardín no
dejaban de salir puntuales, las primeras. A estas horas, comienzos de abril las
glicinias inundaban el jardín de morado con esos maravillosos racimos de flores
que inundaban de olor y de abejas el ambiente. Uno a uno, cada niño tenía que
oler la glicinia y aprender a diferenciar el olor del de las violetas o del lilo,
que venía después. Hace años teníamos un rosal que olía. Cuando acercaba a los
niños a que olieran me decían “¡Huele a colonia!”. Me daba tristeza tener
que aclararles que no, que era la colonia la que olía a rosa.
No es
una clase de jardinería lo que me está saliendo esta semana, no. Es que la
escuela no debe ser un recinto cerrado y aislado del mundo que pasa y cruza a
su alrededor sino una herramienta de la que los niños disponen para conocer el
mundo en el que viven, las reglas por las que se rige y las posibilidades de
intervención que nos está ofreciendo a cada momento para desentrañar los
elementos que lo forman y las lecciones que podemos extraer de cada uno de
ellos para nuestra propia vida. Cuando empecé a levantar a los niños para que
metieran sus narices en los racimos de glicinias se sentían cohibidos e intimidados de meter sus narices en las
flores y percibir su olor. Cuando se acostumbraron y aprendieron a discernir la
diferencia entre una lila y una celinda o una rosa parece como si se les
hubiera abierto un mundo nuevo que les permitía conocer y gozar al mismo
tiempo. Y es que la escuela puede y debe ser, entre otras muchas cosas, eso,
una fuente de goce y de conocimiento que está al alca
nce de nuestra mano y al
que podemos acceder a través del trabajo y del esfuerzo de cada día.
Se
convierte así la escuela en algo, antes que nada apetecible, deseable, lo que
no quiere decir que acceder a cualquier conocimiento sea fácil. A veces lo es
pero, otras muchas, necesita esfuerzo y
trabajo, lo que hace todavía más meritorio el resultado. Si el interés de los
pequeños está suficientemente incentivado no hay problema. Ellos van a
responder siempre porque se van a sentir protagonistas de su vida y van a
entender que lo que se vive en la escuela les afecta y espera de su
participación porque sin su participación la escuela no es nada. Los ojos de
los niños cada mañana nos hablan de su disposición para encarar el trabajo del
día. Nunca les importa el trabajo. Lo que no pueden soportar, y cada día lo
comprendo más y mejor, es estar en la escuela como si no fuera con ellos, como
invitados. Es como si cambiaran entonces su calificación de personas por la de
alumnos, cuya misión no es otra que la de obedecer en cada momento lo que el
maestro les vaya indicando pero sintiéndose al margen de lo que están viviendo.