Con
atrevida frecuencia oímos que la actualidad está repleta de lagunas y que antes
las cosas eran distintas y, en general, mejores. Como más verdaderas. El pasado
es una forma de paraíso perdido que se añora. Lo aplicamos a nuestro asunto de
la primera infancia pero podríamos aplicarlo a cualquier orden de la vida.
Desde una simple manzana que no resiste compararla con las de antes, sobre todo
si para alcanzarla había que saltar una tapia y arriesgarse a través del tronco
del manzano madre. ¡Y las calles! Aquellas calles en las que nos pasábamos media
vida sin que nadie nos echara cuentas. Aparecíamos a las horas de las comidas y
no siempre. Muchas veces un pañuelo bien atado albergaba el típico canto de pan
con aceite que nos acompañaba esparciendo sus manchurrones por aquí y por allá
porque nos faltaba tiempo para el juego y comer se podía comer en cualquier
momento y en cualquier lugar con tal de no perder una buena guerra a pedrada
limpia o los juegos de lima en los que la propia vida pendía de un hilo en todo
momento.
Puedo explicar
estas secuencias porque en más de ocasión he participado de ellas pero lo que
no puedo defender a poco que me pare es que aquella vida tuviera en sus
entrañas nada que no fuera altas dosis de soledad y de abandono que, eso sí que
es riguroso, convertía cualquier día en un verdadero campo de batalla donde
pasaban cosas como que a Juanito le saltaran un ojo con un perdigonazo del que
su madre Teresa nunca logró reponerse del todo. Que Pepe Carlos lograra sacar
una sábana de su casa y se tirara delante de nuestros ojos asombrados desde más
de diez metros de altura en la Puente de lo que todavía nos reímos cada vez que
nos vemos pero que aquella tarde fue un drama para su casa y para el pueblo entero,
del que se habló durante mucho tiempo. O aquellas batallas campales contra los
de Víznar que organizábamos en el Camino del Arzobispo a la altura del Cortijo
de Pepino, no sé muy bien si recordando la guerra civil, todavía reciente o
dando rienda suelta a esa libertad que hoy soñamos pero que sólo se llamaba
abandono, miseria mental y física.
Así se
escribe la historia, plagada de sueños que añoran una juventud hoy perdida y
olvidando una serie de deficiencias y perversiones que nos negamos a estas alturas
a llamar por su nombre. Es verdad que hoy tenemos muchas deficiencias y algunos
entre los que me cuento no paramos de denunciar y de proponer comportamientos
que pueden recordar tiempos pasados pero que nunca deberíamos añorar su vuelta porque
lo único que significaron fue miserias, coletazos de una guerra fratricida en
la que jamás debimos participar por nada del mundo que tuvo como consecuencia
un país devastado entre padres e hijos o entre hermanos, sin la grandeza
siquiera de haber pertenecido a uno de los dos bandos que asolaron Europa con
la Segunda Guerra Mundial y de la que fuimos apenas el experimento preliminar
como seis meses después de terminar la nuestra pudimos comprobar. Nada, por
tanto, por lo que enaltecer un país que se pasó tres años matándose solito con
ayudas interesadas, eso sí y que vivió la historia desde fuera de la historia.
Confianza
en el futuro por todo lo que antecede y también porque la ciencia no entiende
de barcos y no para de ahondar en nuevos argumentos de convivencia, en
conocimientos sobre las miles de incógnitas que nos envuelven y en nuestra
misión histórica que hay muchos que pensamos que por más tropezones a que nos
someta, no para de avanzar, puede que incluso a pesar de nosotros. Es verdad
que a muchos la impaciencia se nos dispara y no entendemos, por más que la
realidad sea tozuda, cómo somos incapaces de elegir caminos del entendimiento,
de respeto y de progreso a favor de las indicaciones que los pequeños no paran
de mostrarnos en cuanto nos paramos a escucharlos y preferimos la pobreza
intelectual de transitar por normas y estructuras de comportamiento de cartón
piedra que, con la excusa de garantizar supuestos mínimos académicos, nos hacen
saltar por encima de los avances técnicos y del sentido común de los pueblos
sabios y persistimos en los trágala a
los que sometemos a nuestros niños y, en el fondo, a nosotros mismos. La vida
será más fuerte, no tengo duda, y terminará por imponerse a pesar de nosotros.