No sé
si alguien se puede consolar pero es cierto que se ha firmado un alto el fuego
permanente en la franja de Gaza y parece que vamos a dejar de ver ese horror
palpitante de los bombardeos en directo y las muertes en carne viva. Provisionalmente
se habla de unos veinte años para reconstruir lo destruido y de unos 4500
millones de euros de costo que nadie dice quién va a pagar. De las vidas que no
van a volver y de los odios acumulados, de eso nadie habla. Como si nunca
hubieran existido. La vida se comporta como un acordeón que se infla y se
desinfla dando la sensación de que cambia cuando siempre es el mismo.
El
verano empieza a dar las primeras señales de declive. Las noches se van
haciendo frescas aunque este año, no sé por qué, resulta que durante el día las
temperaturas se resisten a bajar, si bien este año no se ha distinguido por ser
demasiado tórrido. El nuevo curso está a las puertas y los grandes almacenes se
preparan para hacer uno de los agostos de los que se compone el año comercial. Este
con la ropa otoñal, uniformes o los textos
escolares, con la consiguiente disputa
del alto costo de los libros y la dificultad de cambiarlos con demasiada
frecuencia con el consiguiente aumento del presupuesto familiar. Con ser ese un
problema importante se hace bastante más profundo volver a asumir unas rutinas
escolares después de dos larguísimos meses, un mundo para los pequeños, por mor
de una estructura escolar arcaica que parece no tener alternativas a pesar de
que en otros países sabemos de sus
experiencias de división de tiempos en periodos algo más discretos y asumibles
por los niños antes de tener la sensación cada año de que se ha acabado el
mundo.
Hay un
problema tradicional que hemos definido como la adaptación de la escolaridad a
la vida laboral. De siempre sabemos que parece que ambas se miran de espaldas y
que permiten malamente algún tipo de acercamiento entre una y otra y no hay más
cercanía posible que el de que los abuelos vengan a cubrir los huecos en los
que ninguno de los responsables pueda disponer de tiempo para estar con los niños. Supone en la práctica un escarreo
de niños para acá y para allá, a veces a unas horas intempestivas de la mañana
o de la tarde para cubrir los horarios de unos y de otros. Si hay buen apaño de
este modo suele hacerse así. Otras veces es posible cubrir los huecos a base de
que cada uno de los referentes de la casa asuman una parte del horario, con la consiguiente dificultad de encontrar
tiempos comunes en los que la familia se sienta precisamente una familia. Tiempos
comunes en los que poder ejercer acciones compartidas. De uno o de otro modo lo
que sucede es que la organización ha de estar más pendiente de cubrir los
huecos que de pensar en las verdaderas necesidades de los pequeños y en la
mejor atención posible para ellos.
Cada
comienzo de curso se repite que toda la estructura familiar se revoluciona
hasta encontrar de nuevo el equilibrio necesario que permita la convivencia.
Dos largos meses son un mundo para los pequeños y han tenido tiempo de
encontrar una organización durante el verano que les dé idea de definitiva y
ahora que ya la tenían, vuelta de nuevo a encontrar nuevas distribuciones de
espacios, de tiempos y de personas.
Parece como si la vida se estructurara en subes y bajas continuos, de modo que
cuando crees estar subiendo has de ponerte a bajar y al contrario. Para
acercarse a una lógica más razonable habría que organizar los tiempos sin
intervalos tan grandes entre periodo escolar y periodo familiar. Lo hemos dicho
miles de veces y de miles de formas.
Pasan los años y seguimos propugnando que se cambie de una vez para
encontrar un mejor encaje con las necesidades de los pequeños. Parece que no hay modo de que las
administraciones tomen conciencia de la seriedad de este sinsentido que se
eterniza y que vuelve locos a unos y a otros cada vez que acaba o que empieza
un curso.