Poco a
poco vamos pudiendo gozar las mieles de la vida, esas que en tiempos normales
ni siquiera las hemos mirado: sol, aire, árboles, un banco de la calle, la
calle misma…, cotas de bienestar público tan sencillas que las dábamos por
supuestas y que esta maldita pandemia nos las ha robado de la noche a la
mañana. Ahora las vamos recuperando paso a paso como si los profundos valores
de la vida tuvieran un precio demasiado alto y hubiera que ir recuperando con
precaución porque nuestros más profundos amigos, que se habían convertido en
fieras y en muerte por el COVIT 19. Como
si tuviéramos que darnos cuenta de nuevo de que una calle es una calle, de que
un saludo es un saludo y de que el que pasa a tu lado vuelve a ser una persona
aunque, por si acaso, lo miramos tras una mascarilla porque el virus nos ha
enseñado los dientes y se ha llevado a 30000 de nosotros y nos ha colapsado las
UCIs, ha enseñado sus uñas de virus y con lo pequeño que es, que no es posible
verlo con nuestros propios ojos, nos ha doblado la rodilla convirtiéndose en un
dios de pánico y de impotencia para los arrogantes de nosotros, que nos
creíamos dueños del mundo y hemos rodado a sus pies.
A
partir del lunes 1 de junio entramos en la segunda fase de la desescalada en la
que nos vamos acercando un paso más a aquella vida que gozábamos hasta mitad de
marzo, que perdimos por una decisión gubernamental para protegernos del virus y
que ahora vamos tomando de nuevo con pies de plomo porque, aunque no lo vemos,
sabemos que está ahí, agazapado en cualquier esquina, a la espera de su momento
como hemos podido comprobar en varios núcleos de contagio que ha habido que
aislar rápidamente cuando algunos individuos o grupos familiares han pensado
por un momento que todo había pasado ya y de manera irresponsable se han
saltado las normas como si no fuera con ellos poniéndose en peligro ellos mismos
y a todos los que estaban a su lado. Ha habido alguna población como Ceuta por
ejemplo, que ha estado a punto de volver a fases anteriores porque han estado a
punto de descontrolarse cuando en los inicios de la infección su afección había
sido bastante leve.
La
fase dos no difiere sustancialmente de la uno en la calidad sino en la
cantidad. Se empiezan a abrir las tiendas y los bares, tanto en las terrazas
como en los interiores. Los acontecimientos sociales: bodas, entierros y otras
celebraciones aumentan el número de personas que pueden albergar…, como si
fuéramos ampliando nuestra capacidad de relación de puntillas, muy conscientes
de que detrás de cualquier esquina puede andar al acecho el maldito virus que
en un santiamén se instala en nuestros conductos respiratorios y nos manda a la
UCI por un mes o más. Y gracias si después nos devuelve al mundo, porque
también nos puede mandar directamente al otro barrio. Una vez que hemos pasado
la angustia del prolongado encierro no vale la pena arriesgarse a la ligera
poniéndonos en peligro nosotros mismos y a los vecinos que nos rodean. El drama
que nos espera ya es suficientemente profundo como para que encima se pueda ver
agravado por comportamientos irresponsables.
Esto
de las fases, que terminan con la tres, no es más que una metodología como otra
cualquiera para retornar a la vida con un poco de orden que pueda evitar el
desmadre de que cada uno haga de su capa un sayo. Lo que pasa es que todo lo que
se va abriendo también vamos comprobando que ya no es como antes. El gobierno
le ha dado en llamar NUEVA NORMALIDAD,
por decirle algo. Se han instalo con nosotros las mascarillas y los dos metros de
distancia de seguridad y la insistencia en el frecuente lavado de manos,
comportamientos muy sencillos, es verdad y que están al alcance de cualquiera
pero que significan que ya nada es lo mismo. Estamos aprendiendo, por ejemplo a
saludar chocando los zapatos o los codos…, las caricias…, dónde ha ido a parar
las caricias… Ni siquiera las sonrisas las podemos esgrimir abiertamente. Las
tenemos que esconder como si fueran algo peligroso o de lo que tuviéramos que
avergonzarnos… Lo dicho…, mucho ojo al bicho.