Hay
momentos y situaciones en que uno no sabe dónde acudir. Esta semana se me han
clavado como dos flechas y no hay modo de quitármelas de la cabeza. La una, al
principio de la semana, aquí, en el Mediterráneo, a un paso como quien dice. Ni
se sabe cuántos venían, personas todas, pero niños muchos. Se les acerca un
barco para socorrerlos y la desesperación les hace ponerse todos a un lado para
ser los primeros en ser rescatados y la barcaza en la que venían sencillamente
vuelca. Todo el mundo al mar. Nadie sabe cuántos, varios cientos, cerca de mil dicen algunos, demasiados en
cualquier caso. Europa, que no sabe cómo
protegerse de la miseria ajena, se ha
reunido para ver qué hace. Han liberado dinero parece ser pero me temo que lo
van a destinar a intentar que los que quieren venir entiendan que aquí no se
les ha perdido nada, más que a ayudarles
a paliar sus desdichas de guerras, de hambre y de miseria. Aquí no hay quien se
salve porque estas tragedias las hemos ocasionado entre todos aunque los
muertos sean siempre los mismos, los más indefensos.
Pues
no salimos de Poncio y nos metemos en Pilatos. Ayer mismo por la mañana un
terremoto de 7´9 grados azotó Nepal y a estas horas llevan ya dos mil muertos y
varios miles de heridos desbordando los hospitales y la gente con la angustia
en el cuerpo porque las réplicas no cesan y siguen siendo muy fuertes. A quién
le colgamos la responsabilidad de esta tragedia. Quién responde de estas
muertes. Cómo podemos asumir en este caso que no somos sino pavesas que van y
vienen en función de la dirección del viento y que esta tierra que nos cobija y
a la que tantas veces llamamos madre, en realidad no es tampoco más que otra
pavesa a su vez del cuerpo vivo que llamamos universo que se mueve según sus
propias leyes y para el que no somos sino una minucia que muere o vive en
función de movimientos que no tenemos forma de controlar.
De
manera que por nuestra responsabilidad en el mal gobierno o por nuestra
insignificancia en relación con los elementos, lo cierto es que esta semana no
he podido sustraerme y testimoniar que en ambos sucesos había niños, muchos
niños y ellos suelen ser los más indefensos y los primeros que caen y dejan la
vida cuando no habían hecho más que iniciarla. Me consta que son dos acontecimientos
muy distintos y si los muestro unidos no es por intentar mezclar las cosas sino
por confirmar que por unas razones o por otras, los niños siempre están ahí, en
primera línea y, si bien en el caso de los terremotos lo que se puede hacer no
es más que activar los servicios de socorro y atender de la mejor manera
posible a los que puedan necesitar ayuda y reparar cuanto antes sus miles de
viviendas reducidas a polvo en unos minutos, en el drama del Mediterráneo por el contrario
no es ni con mucho el mismo caso. Allí, bajo las aguas sí que nos señalan con
su muerte y nos están reclamando medios, justicia y humanidad porque sus vidas
deben de valer tanto como las nuestras cuando la verdad es que ni siquiera
vamos a saber sus nombres. Como si el mar los hubiera cubierto con un manto de
olvido y nosotros, una vez derramadas nuestras lágrimas de cocodrilo, nos
olvidemos del drama hasta que, desdichadamente otro más gordo llegue cualquier
día de estos y nos empuje a acostumbrarnos, como si las cosas tuvieran que ser
así.
Reconozco
que me siento incapaz, que no sé por dónde tirar, que la desolación me manda
que hable de estos dos dramas, que son los últimos por ahora, pero que apenas
sé algo más que contarlos y, como mucho, separar la cualidad de uno y de otro
porque el terremoto de Nepal me deja desconcertado e impotente pero los cientos
de muertes por ahogamiento me dicen que algo muy importante estamos haciendo
muy mal cuando damos lugar a estas desgarradoras situaciones. No me permite mi
conciencia pasar por encima de semejantes dramas sin hablar de ellos.