Empieza
a quedar hasta anacrónico decir que esta noche pasada, en que para más inri
hemos tenido que atrasar los relojes y encontrarnos esta mañana con una hora de
más, el mundo católico en el que nos movemos festeja la noche de Todos los santos, del recuerdo a los
muertos, vamos. Lo que pasa es que ya parece que eso es historia porque fieles
a las leyes de la publicidad y del mercado lo que se ha festejado esta noche no
ha sido otra cosa que Halloween, impuesto definitivamente desde el mundo
americano y haciendo que, aparte de que los jóvenes terminen integrados por
completo por ese discurso dominante, releguen sus raíces cada vez un poco más
al mundo del olvido y se distancien de los esquemas de comportamiento que
venían vigente en esta cultura.
Cuando
yo era pequeño se festejaba el uno de noviembre como día de todos los santos y el día dos el de los difuntos. En realidad los dos días estaban dedicados a los
muertos pero parece que el primero era para los muertos de lujo y el segundo para los de
andar por casa. En mi pueblo un grupo de niños nos instalábamos en la torre de la iglesia y durante las 48
horas nos dedicábamos a tocar a muerto
cada media hora. En el campanario conocí las lechuzas porque había un nido y pude
comprobar la maravillosa suavidad de su plumaje. Nunca he tocado algo así. No
me extraña que vuelen y que apenas se escuche su desplazamiento por el aire.
Mientras algunos nos dedicábamos a tocar a muerto, otros nos paseábamos por el
pueblo con una banasta al grito de
Los angelotes,
Del cielo
venimos.
Uvas y melones,
De todo
pedimos.
Con las banastas repletas de frutos de otoño nos
manteníamos en lo alto del campanario durante los dos días de recuerdo a los
muertos.
Otro
rito indispensable era la visita al cementerio en la que, mientras los adultos
se dedicaban a limpiar y dar lustre a los espacios donde dormían el sueño
eterno sus familiares difuntos, los
niños recorríamos todo el marasmo de tumbas desordenadas, ilustrándonos con nombres y edades que
terminaban ilustrándonos con las costumbres y los tiempos del ayer. Recuerdo
con toda nitidez que alguien que había muerto a los 54 años, por ejemplo ya era
considerado como una persona mayor y la
categoría de ángel estaba reservada para aquellos que hubieran fallecido con
menos de diez años. Algunos podíamos recordar cómo había sido su entierro con
las cajas blancas y llenas de flores acompañando al muerto. Los cadáveres
adultos iban con la caja oscura, cerrada y a hombros de cuatro o seis hombres.
Los de niños eran llevados entre cuatro, pero sujetos con dos grandes toallas,
abiertas y con un familiar llevando la tapa blanca para cerrarla en el último
momento. Es un recuerdo muy claro porque la muerte de los niños era
relativamente frecuente. Confirmo hoy cómo el valor de la vida no es el mismo
que el de entonces, del mismo modo que no tiene nada que ver en este espacio
que vivimos con el que se tiene unos kilómetros más abajo.
No
quiero que nadie piense que me estoy dedicando a valorar nuestras tradiciones
del ayer por encima de las de hoy. Solo quiero dejar constancia de las que
vivimos por si alguien puede tener interés en conocer de dónde venimos. Como no
teníamos chinos donde comprarlo todo barato, pasábamos las tardes ahuecando con
una cuchara los melones o las calabazas para, una vez limpios por dentro,
rallarles en la corteza figuras simples que se hacían visibles por la noche,
una vez que encendíamos una vela que le pegábamos por dentro en la base. Un
hilo que permitía que los lleváramos colgando y a dar farolazos a diestro y
siniestro por las calles. La muerte siempre ha sido y sigue siendo un enigma
tentador que nos sigue teniendo en vilo.