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domingo, 25 de agosto de 2019

TEXTOS



         Son los últimos días de Agosto y aprovecho que mi ciudad, Granada, se encuentra con la gente en las playas, para pasearme entre los muchos huecos que la próxima semana se volverán a cubrir, una vez que cada mochuelo vuelva a su olivo. Los grandes almacenes, puntuales a la rentabilidad de sus negocios, ya tienen expuesto su verdadero Agosto que hoy se llaman libros de texto. Mi amigo Alfonso, responsable de la Librería Escuela Popular en otro tiempo cooperativa, me dice que en septiembre se dirime el ochenta por ciento de las ventas del año por causa de los libros de texto. Les toca a las familias estrujar los ahorros que les hayan podido quedar del veraneo o sencillamente encontrar el crédito necesario para hacer frente al lote de libros que deben llevar los pequeños a sus colegios la próxima semana, una vez que empiecen las clases. Nunca he tenido nada contra los libros de texto pero sigo sin entender cómo es posible que  los profesionales de la educación permitamos que unas empresas sean las que nos marquen el camino a seguir en nuestro trabajo y nos roben de hecho la potestad de diseñar y poner en práctica los programas de trabajo que tenemos que desarrollar a lo largo del curso.

         Sé de sobra que nadie viene a ponernos una pistola en el pecho para decirnos cómo tenemos que desarrollar nuestra labor y que los textos no son más que propuestas en nuestras manos que usaremos o no según nuestro criterio. Eso es verdad. Lo que pasa es que luego viene el tío Paco con la rebaja y la realidad es que todo el trabajo que debiera correr de nuestra cuenta, si nos lo encontramos recopilado en unos cuantos libros que tampoco están tan mal aunque inevitablemente nunca pueden ofrecer un punto de vista tan cercano como el  nuestro sobre unos alumnos con nombres y apellidos determinados que deberían ser atendidos desde su realidad particular en vez de disponer de unos libros que los ignoran porque para su rentabilidad tienen que alzarse a base de generalidades que puedan abarcar miles usuarios de necesidades tan distintas que al final todos resultan extraños, si bien los maestros pueden sentirse muy cómodos con esos instrumentos en la mano.

         Es verdad que todos tenemos derecho a vivir y las editoriales también. Yo no tengo nada contra eso. Lo que sí digo es que estamos  hablando de pequeños de dos o tres años que llegan a la escuela cargados ya de materiales en los que llevan desarrollados los temas que deben trabajar a lo largo del curso, antes incluso de que nadie les haya preguntado cómo se llaman, dónde viven y a qué familia pertenecen. Y esto es un drama antes de empezar a trabajar. Cuando los maestros se encuentran con todo ese arsenal de propuestas minuciosamente pautadas hasta por días para que no quede ni un solo hueco por cubrir, ve tú y explícale a quien quieras que el verdadero responsable del currículo es el maestro y que en sus manos está en todo momento el desarrollo del trabajo que se ha de cubrir en cada aula. Habrá de todo en la viña del señor pero si me lo ponen tan fácil, lo normal es que cada mañana abra mi libro guía y me dedique a cubrir los objetivos y contenidos que otros han pensado en mi lugar y que no entre en complicaciones.

         Muchos de nosotros hemos militado contra los libros de texto, sólo en defensa de la independencia de cada maestro para responder con su mejor saber del plan de trabajo concreto que debía aplicar a ese grupo concreto de pequeños. Es verdad que eso conlleva algo más de complicación porque el compromiso es el de particularizar los conocimientos para que respondan a los intereses de unos alumnos concretos que viven en un lugar concreto. Siempre recuerdo, por ejemplo, las alusiones al mar que venían en mi Enciclopedia Álvarez cuando yo vi el mar a los once años. Lo mismo podríamos decir sobre las alusiones a las tierras de interior. Los libros de texto pueden ser unos colaboradores al servicio de los maestros para enriquecer y facilitar el desarrollo de los objetivos y contenidos que deben desarrollar para cada grupo  y no convertirse en catecismos que se aplican cada día sin entrar a cuestionarse la utilidad de sus propuestas.


domingo, 18 de agosto de 2019

RITMOS



         Los animales me merecen todo el respeto del mundo pero vivo solo en estos momentos y no tengo la tentación de poner a mi lado uno cualquiera de los muchos a los que hemos dado en llamar mascotas. Como los perros proliferan extraordinariamente no puedo sustraerme a seguirlos con la vista. Os invito. Vestimentas y collares aparte no hay más que observar unos minutos para darnos cuenta de que van buscando su ritmo y sus intereses en todo momento, como no puede ser de otra manera. Los paseos se convierten en una guerra completamente injusta en la que los dueños se dedican a ignorar por sistema los intereses de los animales y los someten a tirones a cada momento como si estuvieran interesados en que los perros dejaran de ser perros. En realidad lo que sucede es que la condición de la mascota no cuenta casi para nada. Sólo tiene sentido en la medida en que sirve al interés del dueño sin respetar que el ser vivo que llevamos atado del cuello tiene los suyos, que son tan dignos y tan respetables como los nuestros.

         He comenzado por el ejemplo de las mascotas, sobre todo los perros que están más a la vista de todos pero, como es propio en mí, de quien hablo es de las personas pequeñas. Quizá la playa pueda servirnos como paradigma ya que los núcleos urbanos han quedado despoblados, se aparca de lujo en julio y agosto, y hemos trasladado una enorme masa humana al borde del mar. El problema de los pequeños es en esencia el mismo que en las ciudades: nadie los escucha. Un perro se para a oler porque los perros huelen por naturaleza y el dueño se impacienta y le da un tirón de la correa para convertirlo en alguien que obedece, tenga las inclinaciones que tenga por naturaleza. Algo así les pasa a los pequeños. Tanto en la playa como en cualquier otro espacio su verdadera obligación es la de obedecer. Lo de menos es si necesita un espacio determinado para jugar con el agua, por ejemplo. Lo que cuenta es que no moleste y que el ritmo dominante de los adultos sea el que se imponga en última instancia.

         Los perros me sirven como ejemplo de sometimiento pero el sistema es perfectamente idéntico al de cualquier otro sometimiento como suele ser el de los pequeños. No ignoramos que el agua es un elemento extremadamente apetecible para los niños. Muchas veces llegamos a pensar que no se cansan y tenemos que sacarlos cuando ya les vemos la piel arrugada de tanto tiempo en contacto. Es verdad que les apetece pero no es menos cierto que parece que llegan a poseer el agua a escondidas o a ratos o a pesar de la persecución sistemática a la que los sometemos: no salpiques, no tires piedras, ten cuidado que cubre, ven que te eche crema, no me mojes que me molesta…, y apreciaciones por el estilo. Con este ritmo normativo los pequeños terminan abrazando el líquido elemento como si se tratara de una tabla de salvación que les permite evadirse un poco de nuestro circuito de ordeno y mando y se abandonan al gozo del agua con desesperación porque saben que no les va a durar a su alcance ni mucho menos lo que desean o necesitan.

         Al final el asunto está en quién manda en cada momento y con cada elemento. No voy a cometer ahora la ligereza de sugerir que sean los pequeños los que manden porque ya es sabido que, sea con el agua o con cualquier otro orden de la vida, su capacidad no está preparada aun y somos nosotros los adultos los responsables de hacer que crezcan en armonía y que vayan alcanzando sus plenas capacidades a su tiempo. Lo que sí es fundamental es que nos demos cuenta de que son seres capaces con el agua y con todo y que nuestra función debe ser la de ayudarles a que sean cada día más capaces, no la de cortarle las alas en el momento en que veamos aparecer el primer plumón. Estos procesos de evolución se han de conseguir armonizando los ritmos de cada uno. Es normal que el ritmo del abuelo no sea el mismo que el del padre o el del hijo, pero sí tenemos que ser conscientes de que todos los ritmos son legítimos y respetables. Cada uno debe tener su espacio de realización porque todos tienen sus derechos. La vida no es de amos y de criados sino de personas libres que tienen que convivir.


domingo, 11 de agosto de 2019

MUERTE



        Hace un par de semanas mi compañero y conocido comentarista nuestro Manuel Ángel Puentes, recientemente jubilado, me daba la noticia de que un artículo suyo relativo a la muerte vista por los pequeños aparecía en la revista  PENSAR JUNTOS que edita el Centro de Filosofía para niños de España. Me pareció de interés y le pedí permiso para hacerme con la revista y comentar el artículo. No tuvo inconveniente y me hice con el número correspondiente, concretamente el tres, relativo al año 2019 puesto que se trata de una publicación anual. Aquí lo tengo en mis manos y he tenido ocasión de leer el artículo con interés por el tema que trata y por venir de quien viene, que es un profesional que se ha pasado su vida trabajando con pequeños de 0 a 6 años, cosa que para mí es una garantía de fiabilidad sobre los mensajes que puede aportar. Se titula Cuando la muerte pisa mi huerto. Tratamiento de la muerte en Educación Infantil. El tema me parece de mucho interés porque estoy seguro que en las familias y en las clases este tema está presente de vez en cuando y no sé si tratado con la dignidad y el respeto que requiere.

         Mi experiencia más traumática con la muerte fue la de un pequeño de cinco años que se nos desvaneció en unas escaleras del colegio sin que supiéramos por qué. Se lo llevó la ambulancia y a la mañana siguiente nos enteramos que había fallecido. Fuimos al hospital y pudimos verlo en la morgue, cosa que no le deseo a nadie. Nos llegamos al domicilio familiar a dar el pésame y la madre, rota de dolor, nos confesó que ella era consciente de que esto podía pasar en cualquier momento porque su hijo tenía una cardiopatía congénita que podía aparecer y que ella no había dicho nada porque no se hacía a la idea de que su hijo fuera tratado como un enfermo. En aquel momento respetamos la actitud de la madre por el momento que estábamos viviendo con el cadáver de su hijo presente pero lo cierto es que no estábamos seguros hasta haber hablado con los médicos de si se había desvanecido o de si fue una caída en la que se había golpeado la cabeza. Hoy, con el paso de los años, sólo puedo decir que la experiencia fue muy traumática y las circunstancias concretas han pasado a un segundo término.

         Supongo que todos los profesionales hemos vivido algún episodio en el que la muerte haya estado presente y en las familias también se habrá percibido de alguna manera más o menos cercana. Manuel hace un amplio recorrido del tema de la muerte en su grupo recogiendo diálogos de los pequeños en los que podemos leer en directo cómo ven ellos el asunto y cuál es la lógica que aplican para interiorizar la idea de la muerte como concepto en muchos casos y como testimonio directo en alguno desgraciadamente  también. De las dos maneras la muerte es un concepto que está presente en la vida de todas las personas y me parece inútil intentar secuestrarla y hacer como si no fuera verdad a base de negarla o de dulcificarla y falsearla como si los pequeños fueran tontos, cosa que no es lo mismo ni mucho menos. El artículo es amplio y creo que recoge con dignidad un asunto tan serio pero visto desde los ojos de los pequeños. A más de uno le puede sorprender.

         El tema de la muerte no debemos eludirlo porque, tanto si lo sabemos como si no, está presente en la vida de los pequeños y si actuamos como si ese tema no fuera con nosotros lo que conseguiremos como en el sexo u otros temas más o menos delicados, es que los pequeños se enfrenten solos a ellos y sean los medios de comunicación o sus propias reflexiones los que sirvan de referentes y nosotros nos iremos convirtiendo en figuras menos relevantes y cada vez más alejadas de sus vidas. Creo, por tanto que nuestra misión debe estar siempre cerca de los pequeños y de sus problemas, afrontar todo los asuntos con la mayor honestidad que sepamos y, como creo que queda muy claro en el artículo de Manuel, escucharlos a ellos. Son pequeños pero no tontos. Tienen una opinión de todo lo que pasa cerca de ellos y nosotros podemos intervenir sólo si ellos nos sienten cerca. Si los escuchamos nos daremos cuenta de que son capaces de interiorizar todos los aspectos de la vida, incluida la muerte, y encontrar salidas para seguir viviendo que es su gran reto.


domingo, 4 de agosto de 2019

PROCESOS



         Ya superará los 40 años pero nos apareció en la escuela diciendo que era celíaco y que no podía comer nada que tuviera harina de trigo. Traía su propio pan y sus propias galletas . Ninguno conocíamos por entonces lo que aquello significaba. Sólo por eso había que llamarlo por lo menos JEROMINÍN, aunque se nos podían haber ocurrido cosas peores. Ya nos llegaba marginado de casa. Cuando había que comer él se sentía el rey del mambo de ver a todos a su alrededor cómo comía aquellos panes tan raros , aunque no lo parecían, mientras nosotros, la plebe, sólo disponíamos de trozos de pan normales y corrientes. Explicamos en la asamblea de la mañana lo que le pasaba a JEROMINÍN y de las razones por las que todos teníamos que tener cuidado de que no comiera más pan o galletas que las que traía de su casa. Parecía un teatro y tal vez lo fuera. Lo cierto es que él se sentía protagonista porque era un espectáculo sin comerlo ni beberlo, nunca mejor dicho. Le fue difícil integrarse porque los demás pensábamos que se nos rompía en cualquier momento.

         Después apareció alguno que dijo algo parecido, pero éste con el huevo. No tuvo, ni con mucho, el impacto, no sé si porque JEROMINÍN fue el primero o porque nosotros nos llegamos a acostumbrar a que había personas a las que les iba la vida si comían de algo de lo que los demás nos alimentábamos con toda normalidad. Lo curioso del caso es que ninguna particularidad se cumplió como estaba previsto de antemano y, que yo sepa, en ningún momento hubimos de tomar medidas especiales aunque las familias nos dejaban en el botiquín lo que debíamos administrar a sus hijos en caso de incidentes. Estoy seguro de que todos nos saltamos las prohibiciones en algún momentos: los sufridores porque se les iban los ojos por probar lo que comían todos, que a ellos les estaba vetado. En algún caso hubo chivatazos de que se habían saltado las tajantes normativas al respecto pero como no los habíamos visto con nuestros ojos tuvimos que esperar algún síntoma de peligro para actuar en consecuencia y todavía estamos esperando.

         Llegué a convencerme por completo de que la fuerza de la normalidad era más fuerte que la bomba atómica y que las leyes de la vida no había fuerza capaz de ponerlas en cuestión. Todavía lo creo aunque, como ya soy viejo, aliño la creencia con un poco de escepticismo,  por si acaso. Un verano me dio por experimentar el logro de un intenso bronceado sin aplicarme una sola gota de ningún producto. Los míos se reían como tantas veces pero yo, a las cuatro de la tarde me subía a la terraza con las obras completas de Goethe como lectura y las carnes al aire y, con disciplina espartana, tomaba el sol dosificando los minutos de manera creciente. No se me ocurre pontificar sobre los efectos del sol en la piel humana, líbreme dios, pero sí confirmo que me puse completamente moreno, que en mi pellejo no entró una sola gota de potingue y que mi referencia para aquel empeño fue la de que en mi adolescencia, cuando trabajaba en los tejares por necesidad, nadie vino a decirme que tenía que protegerme la piel ni a mí ni a ninguno de mis compañeros.

         Insisto con toda lealtad que no pretendo de estos humildes testimonios dar lecciones de ciencia ni pontificar sobre nada. Sí respondo de que lo que cuento es verdad y que estoy seguro que los grupos de pequeños tienden en todo momento a ser más o menos como los demás. Todos aprendimos a comer galletas para celíacos y, aunque no tenga constancia directa, estoy seguro de que nuestro celíaco favorito, JEROMINÍN se buscó la vida para saltarse sus estrictas normas porque, aunque no llegó a ser preciso inyectarle lo que teníamos reservado para casos de urgencia, algo debió haber porque alguna diarrea lo señaló más de una vez. También nos lo fuimos tragando, él el primero, porque a nadie nos interesaba declararnos culpables. Es más, hoy pienso que esa misma fuerza de que todos busquemos ser normales y corrientes al precio que sea, aunque deba estar sometida a todas las excepciones que la ciencia nos indique, en ningún momento debemos hacerla desaparecer porque es la fuerza de la vida, que trata en todo momento de que la normalidad se imponga aunque para ello haya que pagar algunos precios.