Ya
superará los 40 años pero nos apareció en la escuela diciendo que era celíaco y que no podía comer nada que
tuviera harina de trigo. Traía su propio pan y sus propias galletas . Ninguno
conocíamos por entonces lo que aquello significaba. Sólo por eso había que
llamarlo por lo menos JEROMINÍN,
aunque se nos podían haber ocurrido cosas peores. Ya nos llegaba marginado de
casa. Cuando había que comer él se sentía el rey del mambo de ver a todos a su
alrededor cómo comía aquellos panes tan raros , aunque no lo parecían, mientras
nosotros, la plebe, sólo disponíamos de trozos de pan normales y corrientes. Explicamos
en la asamblea de la mañana lo que le pasaba a JEROMINÍN y de las razones por las que todos teníamos que tener
cuidado de que no comiera más pan o galletas que las que traía de su casa.
Parecía un teatro y tal vez lo fuera. Lo cierto es que él se sentía
protagonista porque era un espectáculo sin comerlo ni beberlo, nunca mejor
dicho. Le fue difícil integrarse porque los demás pensábamos que se nos rompía
en cualquier momento.
Después
apareció alguno que dijo algo parecido, pero éste con el huevo. No tuvo, ni con
mucho, el impacto, no sé si porque
JEROMINÍN fue el primero o porque nosotros nos llegamos a acostumbrar a que
había personas a las que les iba la vida si comían de algo de lo que los demás
nos alimentábamos con toda normalidad. Lo curioso del caso es que ninguna
particularidad se cumplió como estaba previsto de antemano y, que yo sepa, en
ningún momento hubimos de tomar medidas especiales aunque las familias nos
dejaban en el botiquín lo que debíamos administrar a sus hijos en caso de
incidentes. Estoy seguro de que todos nos saltamos las prohibiciones en algún
momentos: los sufridores porque se les iban los ojos por probar lo que comían
todos, que a ellos les estaba vetado. En algún caso hubo chivatazos de que se
habían saltado las tajantes normativas al respecto pero como no los habíamos
visto con nuestros ojos tuvimos que esperar algún síntoma de peligro para
actuar en consecuencia y todavía estamos esperando.
Llegué a
convencerme por completo de que la fuerza de la normalidad era más fuerte que
la bomba atómica y que las leyes de la vida no había fuerza capaz de ponerlas
en cuestión. Todavía lo creo aunque, como ya soy viejo, aliño la creencia con
un poco de escepticismo, por si acaso.
Un verano me dio por experimentar el logro de un intenso bronceado sin
aplicarme una sola gota de ningún producto. Los míos se reían como tantas veces
pero yo, a las cuatro de la tarde me subía a la terraza con las obras completas
de Goethe como lectura y las carnes al aire y, con disciplina espartana, tomaba
el sol dosificando los minutos de manera creciente. No se me ocurre pontificar
sobre los efectos del sol en la piel humana, líbreme dios, pero sí confirmo que
me puse completamente moreno, que en mi pellejo no entró una sola gota de
potingue y que mi referencia para aquel empeño fue la de que en mi
adolescencia, cuando trabajaba en los tejares por necesidad, nadie vino a
decirme que tenía que protegerme la piel ni a mí ni a ninguno de mis compañeros.
Insisto
con toda lealtad que no pretendo de estos humildes testimonios dar lecciones de
ciencia ni pontificar sobre nada. Sí respondo de que lo que cuento es verdad y
que estoy seguro que los grupos de pequeños tienden en todo momento a ser más o
menos como los demás. Todos aprendimos a comer galletas para celíacos y, aunque
no tenga constancia directa, estoy seguro de que nuestro celíaco favorito, JEROMINÍN se buscó la vida para
saltarse sus estrictas normas porque, aunque no llegó a ser preciso inyectarle
lo que teníamos reservado para casos de urgencia, algo debió haber porque
alguna diarrea lo señaló más de una vez. También nos lo fuimos tragando, él el
primero, porque a nadie nos interesaba declararnos culpables. Es más, hoy
pienso que esa misma fuerza de que todos busquemos ser normales y corrientes al
precio que sea, aunque deba estar sometida a todas las excepciones que la
ciencia nos indique, en ningún momento debemos hacerla desaparecer porque es la
fuerza de la vida, que trata en todo momento de que la normalidad se imponga
aunque para ello haya que pagar algunos precios.
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