La
vida humana se va configurando a partir de unos círculos concéntricos definidos
por cuatro estaciones: otoño, invierno, primavera y verano. El cumplimiento de
estos cuatro conceptos climáticos es particular en cada una de las zonas de la
Tierra. En el hemisferio norte donde yo habito y en la latitud subtropical hay
dos periodos, uno de frío en invierno y otro de calor en verano que se
manifiesta con una determinación bastante clara. En medio aparecen dos zonas
intermedias que llamamos primavera y otoño que, dependiendo de los años, se
convierten en estaciones de transición con personalidad propia o sencillamente
son conceptos que nos llevan del frío al calor sin solución de continuidad. En
las conversaciones de la calle esta conciencia de que el otoño y la primavera
no son muy fiables porque lo mismo nos van a llegar mostrando su cara, que casi
ni somos capaces de identificarlas porque pasamos del frío al calor en cuestión
de días.
Estoy
seguro que cada zona tendrá sus particularidades a las que la masa humana que
las habita se habrá acostumbrado. Concretamente en esta Granada de mis amores
en donde habito, los fríos y los calores son amplios y contundentes, de modo
que es lo que mejor conocemos y sufrimos, dependiendo de los años. Y entre uno
y otro, las zonas intermedias, que se corresponden con la primavera y el otoño
son estaciones mucho más irregulares en extensión y en intensidad, de modo que
nos cuesta más trabajo determinar duraciones. En cualquier caso esta
explicación va encaminada a describir el elemento físico que nos rodea, pero lo
que pretende de verdad es dejar claro que en los parámetros en que nos movemos,
la educación de los más pequeños debería funcionar como si las personas fueran
unas piezas más de la vida que, dependiendo del entorno en el que se sitúan,
responden. Hemos llegado a dibujar una realidad en la que casi no se diferencia
el calor del frío cuando en verdad deberíamos ser muy distintos si nos tenemos
que desenvolver en uno que en otro.
En
estos días en los que palpamos cómo la tierra revienta de vida y por todos
sitios se nos mete por los ojos la idea de nacer y vemos cómo los paisajes van
adquiriendo la fuerza del verde hasta llenarnos de plenitud de un nuevo ciclo
que nace, los pequeños deberían salir de las aulas, al menos una vez a la
semana y tirarse a la calle para manifestar con su movimiento que se ponen en
línea con el ciclo de la vida, que quieren formar parte de su fuerza y que no
son tan distintos de cualquier otro ser vivo sino que no debe entenderse el
conjunto si ellos no forman parte definiendo y manifestando su propia capacidad
de transformación. No hay dos círculos iguales y aunque podamos ver que ha
vuelto la primavera, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, que
diría el poeta. Es profundamente educativo formar parte del lugar en el que se
vive y participar como una pieza más del gran concierto de la vida.
Es
verdad que hemos descubierto muchas posibilidades de combatir los fríos, los
calores, las enfermedades, la manera de alimentarnos y de cubrir nuestros
cuerpos y creo que debemos alegrarnos por ello aunque a la vez que reconocemos
estos logros no debiéramos olvidar que no en todos los sitios esto es igual y
la desigualdad es una lacra que debemos asumir para corregirla en la medida de
lo posible. Los que vivimos el privilegio de la paz y de un cierto bienestar,
siempre mejorable pero con un aceptable nivel de calidad, se nos debía notar
nuestro gozo por lo mucho que tenemos. Tampoco es tan raro que nos pasemos todo
el tiempo lamentándonos de lo que nos falta, que siempre nos faltarán cosas, y
olvidando que muy cerca de nosotros, muchas veces entre nosotros, otras
personas tan dignas como nosotros, están necesitados de mínimos vitales que les
hacen vivir una vida muy distinta a la nuestra. La grandeza y la miseria del
mundo es que todas esas vidas se cruzan cada día y, lamentablemente, muchas
veces se ignoran.