Es muy
difícil que en casi seis años de vida de este blog, un tema tan relevante como
los desgarros no haya aparecido, y puede que en más de una ocasión con
variantes. Algo así es lo que pasa hoy. La excusa no es otra que la secuencia
de desgarro por la que quien os escribe ha pasado una vez más en la vida. Con
los años uno podría volverse insensible y que las cosas, tanto buenas como
malas, no te afectaran. No sé si sería bueno o malo; lo que afirmo es que no es
mi caso ni quiero que lo sea nunca. Quiero sufrir con mis desgarros porque eso
sé que implica que he gozado en la misma medida con mis hallazgos y me hace
sentirme vivo, que es lo que de verdad me importa.
También
he explicado reiteradas veces que el nombre de este blog no es más que un
subterfugio para hablar de las personas, de la vida en definitiva con la excusa
de los niños. Me vale el ardid porque aunque sea yo hoy el protagonista que ha
dado pie al tema, es completamente cierto que los desgarros se están
produciendo cada día en todos nosotros y que de la solución que adoptemos para
integrarlos en nuestra vida como parte de la experiencia global de la que
estamos constituidos y que nos configura se deriva que nuestro armazón afectivo
se incline en una dirección o en otra. He dicho hace un momento que quería
haber sufrido este desgarro reciente del que aun no me he resarcido porque
significaba haber gozado su hallazgo en la misma proporción y me ratifico en lo
dicho pese al dolor que implica. Lo contrario también lo hemos comentado en
alguna ocasión. Cuando cayó el muro de Berlín y los occidentales entraron en
los orfanatos de los países del este se dieron cuenta de que los niños los
miraban con ojos terribles pero no mostraban ni gozo ni pena y esto fue
precisamente lo que más se destacó entonces.
Estamos
en una época en la que cada día se impone más el miedo a todo: al frío, a
equivocarse, a la enfermedad, al reconocimiento de la ignorancia, al calor, a
la muerte, a la vida en definitiva porque de todos estos factores y de algunos
más es de lo que la vida se compone. Yo no voy a cometer el atrevimiento de
plantear que hay que promover penas para que los niños las pasen en beneficio
de la experiencia. Creo que no hay que llegar a tanto. Pero del mismo modo
considero que no hay por qué extremar los cuidados hasta el punto’ de que en la
vida no se sienta ni el frío ni el calor porque eso también implica
empobrecimiento de las percepciones y, por tanto, pobreza para las personas. En
la Unión Soviética estaba estipulado que los pequeños salieran al aire libre un
rato cada día, con todo el abrigo que hiciera falta, pero a las cinco de la
mañana más o menos, con un montón de grados bajo cero, sencillamente para que
supieran lo que es el frío y aprendieran a convivir con él. No creo que tengamos
que provocar vivencias artificiales pero tampoco creo que debamos eludir
experiencias para las que estamos perfectamente dotados por puro miedo al
sufrimiento.
Hay
señales en nuestro tipo de vida que son un poco alarmantes. Cuando se ha vivido
un drama de cierta importancia: un accidente múltiple por ejemplo, hay algo que
cada día es más imprescindible y que la prensa suele destacar. “Al lugar del suceso se ha enviado un equipo
de psicólogos”. Yo me pregunto… ¿no estará claro que se han muerto los que se
han muerto?, ¿qué aclaración necesita un familiar frente al cadáver de su amada
víctima? Estoy seguro que la misión de
estos técnicos es importante en la asunción del drama y en encajarlo lo más
razonablemente posible. Lejos de mi la idea de que su función no sea positiva
pero me parece destacable que la figura del psicólogo cada día sea más
necesaria para que terminemos por entender que nos está pasando lo que nos está
pasando. Como si cada día estuviéramos menos dotados para asumir lo que nos
trae la experiencia. Esto me parece empobrecimiento.