Resulta
que un grupo de curas de la diócesis de Toledo se comunican entre ellos a
través de sus móviles y, medio en risa, medio en serio, se sugieren pedirle a
San Pedro que se lleve al papa Francisco lo más pronto que pueda. Francisco,
que parece estar preparado para su pronta partida por su avanzada edad, les
responde a través de la prensa que le dan lástima y lo deja ahí. La secuencia
queda abierta y se presta a todo tipo de interpretaciones, ninguna, a lo que parece, demasiado santa. Si de algo conviene
que estos profesionales miembros de la Iglesia deben dar ejemplo, no es
precisamente de su espíritu evangélico. De estas alturas hacia abajo, no me
parece que debamos escandalizarnos del zafarrancho en el que estamos inmersos.
Una presidenta dice que le gusta la fruta cuando todos hemos visto, en vivo y
en directo, que lo que está haciendo es llamarle hijo de puta al Presidente del
Gobierno, aprovechando que va de invitada al Parlamento. Desde entonces, hace unos
días, las referencias a la fruta andan de acá para allá, como Pedro por su
casa, sabiendo todos que de lo que estamos hablando es de tirarnos a la cara
los más graves insultos de que dispone la lengua castellana y nos reímos con el
conqui de la fruta, como si se trata de una gracieta entre coleguillas.
Del
papa abajo ninguno parece que nos libremos en estos tiempos de ser objeto de
odio de los unos para con los otros, poniendo las más profundas jaculatorias
evangélicas patas arriba con todo el descaro y el cinismo que nos es posible.
No podemos quejarnos de que nuestra convivencia verbal ande sumida en un
lodazal y de que nadie se preocupe lo
más mínimo en dedicarnos los más crueles insultos con toda la hipocresía
conveniente para que se entienda bien claro lo que se dice, disfrazando los
contenidos de tenues caretas indefensas que no hacen sino agravar las
verdaderas intenciones de los unos contra los otros. No sé si con tanta
falsedad formal en nuestras costumbres aspiramos a alguna forma de
entendimiento, pero con esas peladillas que nos enviamos, envueltas en el odio
más descarado, no quiero pensar a dónde queremos llegar, construyendo el país
en el que vivimos.
No
parece que sea la contención nuestra virtud más sobresaliente, sino más bien lo
contrario. Nos hemos aprendido hasta dónde podemos llegar, insultándonos unos a
otros y envolviendo toda esa palabrería que va y que viene, con términos que
esconden nuestras verdaderas intenciones. Lo que queda como síntesis no es más
que un cenagal en el que nos movemos. No parece que nadie se manifieste
dispuesto a dignificar nuestro viejo castellano. Más bien al contrario. Afinamos
nuestras voces para que quede claro hasta qué punto nos odiamos y qué lejos se
encuentra cualquier forma de dulcificar nuestra capacidad de insulto, si bien encontrando
en cada momento el más inofensivo envoltorio para que lo que realmente queremos
trasmitir quede completamente oculto o disfrazado en las apariencias vistosas
que nos hagan aparecer como no somos.
Esta legislatura, por ejemplo, está mostrando toda la capacidad de hipocresía en nuestras relaciones a ver si el discurso ejemplar que debiera servir como bandera y guía para el conjunto, en realidad se convierte en una fuente de perversión lingüística que oculte lo que realmente nos estamos queriendo comunicar. No sé por qué me niego a cerrar este humilde texto sin llevar mi referencia a las intenciones más o menos jocosas de este grupo de clérigos toledanos para con la probable muerte, más cercana que otra cosa, del papa Francisco. Su respuesta me deja inquieto porque esa lástima que exclama no precisa demasiado sobre quien pretende que recaiga: si sobre sus frágiles hombros, sobre las ideas integristas que se derraman unos de otros, o sobre todos en general, que atravesamos un lodazal nada edificante, y nos coloca en este zafarrancho de falsedad que nos hace pretender una corrección formal, pero la profundidad de intención no alcanza más allá de una mala uva sin cuento.