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domingo, 27 de abril de 2014

GLOBAL


         Lo bueno y lo malo que tiene esta manera de reflexionar sobre cualquier tema, en nuestro caso sobre la educación de los más pequeños  es que no hay más ambición que toda. En mi pueblo decían aquí no hay más chinches que la manta llena. No hay más objetivo que todos, ni más límite que cualquiera de ellos. En unas ocasiones me interesa centrar el discurso sobre un aspecto concreto, como la semana anterior sobre los olores, porque considero que la escuela lo pasa por alto o lo tiene poco presente pero la educación antes que nada y sobre todo, es una experiencia global siempre. Mucho más en los primeros años de la vida.

         Como profesionales los maestros nos preocupamos de que nuestro plan de trabajo con los pequeños se encuentre sustentado en una metodología y en unas secuencias, entre otras cosas para ordenar nuestras ideas y parcializar el mensaje, basándolo en investigaciones anteriores y proyectándolo en hipótesis que intentan acotar el esfuerzo, dosificarlo y encontrar argumentaciones que lo justifiquen. Todo esto seguramente es normal, conveniente y hasta positivo, pero siempre y cuando no perdamos de vista que los resultados de todo este sistema de trabajo se encuentran directamente ligados a las experiencias vitales que los pequeños desarrollan mientras reciben los mensajes que les emitimos y se establece un sistema de comunicación viable entre ellos y nosotros. Podemos optimizar todo el procedimiento y proponerlo con el rigor necesario para que pueda ser compartido, pero sin la empatía imprescindible entre los niños y nosotros no habrá manera de que el hecho educativo se produzca.

         Profundizando un poco más en el análisis de cómo se produce la educación se puede plantear que muchas veces nos damos cuenta de que nuestra aportación ha podido ser adecuada, incluso brillante, pero vemos que los pequeños no han recibido lo que intentábamos transmitirles. La consecuencia es que nuestro esfuerzo falla, con la consiguiente decepción para nosotros y para los pequeños. Uno se da cuenta en el preciso momento en que se produce, lo que sucede es que hay que seguir adelante y lo hacemos como si no hubiera pasado lo que hemos visto que ha pasado porque nuestra presencia en la escuela no está supeditada al logro o no del objetivo propuesto sino a unos tiempos tasados y a unas horas de reloj que debemos cumplir.  Si no es la hora de salir, por ejemplo, por más que seamos conscientes de la decepción coyuntural, hay que seguir adelante y reflexionar sobre la marcha mientras ya se está en otro momento y con otras propuestas de trabajo distintas. La función del maestro es compleja y necesita de una capacidad de resistencia por encima de los momentos dulces o amargos por los que atravesamos, puede que varias veces cada día.


         Estoy seguro que la profesionalización de nuestro trabajo es conveniente, buena y útil, pero estoy mucho más seguro de que va a ser nuestra fuerza interior, nuestra capacidad de sobreponernos a coyunturas de cualquier signo en momentos concretos, lo que nos va a dar el resultado final sobre cualquier empeño que nos propongamos. A los niños, por ejemplo, no les importa para nada cual es nuestro estado de ánimo cuando nos enfrentamos a una asamblea del grupo por la mañana pero, sea cual sea nuestro estado de ánimo, lo que no nos van a perdonar es que nuestro estímulo, que es el que tiene que despertar el interés del grupo, falte. Si nuestro estímulo flaquea, toda la arquitectura en la que se fundamenta el proceso educativo se tambalea y se desmorona como un castillo de naipes. Para sustentar nuestro ánimo, como he dicho antes, creo que es conveniente y está bien, disponer de esquemas de trabajo que nos facilitan la labor, nos ordenan el discurso sobre el que nos sustentamos, pero al final, es nuestro impulso primitivo, vital y profundo, el que da vida a toda la metodología instrumental de la que echamos mano. Para sintetizar diremos que sin instrumentos educativos la educación es más difícil pero también que sin nuestro impulso vital, sin esa fuerza que ni nosotros mismos sabemos muy bien de dónde nos sale, la educación es sencillamente imposible . 

domingo, 20 de abril de 2014

OLORES


         Me consta que este asunto de los olores ya lo he tocado, pero cómo dejarlo pasar en este tiempo cuando salir a la calle es toda una sinfonía de azahar,  de celindas breves, apenas unos días y vuelta a esperar hasta la próxima primavera. De lilos levísimos pero de una delicadeza inconmensurable, de rosas, cada vez más raras de olor aunque cada vez más hermosas y variadas de colores, de glicinias tan intensas y las plantas de suelo,  que no les van a la zaga: el romero en flor,  la lavanda, el espliego, la salvia, la yerbaluisa… Una locura en fin. Así están las abejas; locas de aquí para allá saboreando azúcares que las emborrachan de placer y de camino nos resuelven la polinización, haciéndonos creer que trabajan para nosotros. Nada más lejos de la realidad. Trabajan para ellas aunque de rebote nos beneficien a nosotros, que no es lo mismo.

         El ejemplo en el que me basé en su día es el del niño que olió una rosa y me dijo que olía a colonia. Así es nuestra manera de educar muchas veces: justamente al revés. Pienso que en todo, pero en los olores un poco especial parece que no fuera asunto de la escuela. Hay sentidos que son los reyes, como la vista y el oído sobre todo. Otros se van imponiendo últimamente, como el gusto. Por fin vamos entendiendo que la comida es fundamental y que hace falta dedicarle tiempo, como a todo. Ojalá sigamos por este camino de llegar a las raíces de las cosas y hacer que los niños vivan en profundidad las claves de la vida. En los olores andamos en pañales como mucho. Empezando, desde luego, por nosotros, que ni hemos olido siquiera las posibilidades y los beneficios de conocer y experimentar olores para nuestra educación. No sólo los deliciosos propios de la primavera, sino la inmensa diversidad que la vida nos ofrece para quien quiera pararse en ellos y hacerlos suyos. Algunos hemos llegado a conocer locales sólo por su olor: ultramarinos, barberías, carnicerías, chapisterías de coches, pegamentos en general…

         Ahora aparecen por la tele algunos encuentros de enólogos porque se está poniendo de moda el vino. Al fin después de tantos años de consumo de venenos destilados de más de 40 grados: ginebras, ron, whisky, coñac, vodka… y tantos otros. Podemos ver algunas catas y a personas, que no sé de dónde habrán sacado los conocimientos porque de la escuela desde luego que no, metiendo la nariz en las copas para explicarnos las particularidades del líquido que se muestra en su interior. Nos hablan de recuerdos florales, de matices de frutas que no sé de dónde se sacan pero que les sirve para valorar las bondades o no de los caldos a prueba  y, en función de los resultados obtenidos, hacer toda una categorización de más a menos, de los distintos vinos que se presentan. Parecen conocimientos nuevos, como si hasta estos últimos años nadie hubiera entendido de vinos o de olores cuando lo cierto es que esta facultad ha vivido siempre, casi en catacumbas y para ser conocida y usada por medio  brujos o brujas que, desde sus conocimientos insólitos, nos han cautivado con los perfumes y con sus aplicaciones.


         La escuela debería darse cuenta de que, aparte de que la capital de Rusia es Moscú, de que cinco por cinco son veinticinco y de que los alumnos tienen que guardar silencio para escuchar lo que los profesores tienen que explicarles, deberían salir un poco a la calle para comprobar lo grande que es la vida y lo poco que sabemos de ella y lo mucho que nos queda por aprender. Si en algún momento somos capaces de darnos cuenta de las muchas limitaciones que tiene nuestro aprendizaje y las inmensas posibilidades que se nos abren si nos abrimos nosotros a las incógnitas que nos rodean es posible que aprendamos a sintetizar y optimizar nuestras maneras de aprender. Yo siempre dije: Si tú aprendes una hoja, sólo sabrás una hoja pero si eres capaz de aprender una rama podrás asumir las mil hojas que cuelgan de ella. No se trata, por tanto, de aprender más, sino de aprender mejor.  

domingo, 13 de abril de 2014

OTROS


         Por agotar un poco los temas y permitir que este discurso a plazos se desplace de unos lugares a otros sin perjuicio de que algún día vuelva a repetirse cualquier asunto, quiero seguir con la propuesta de objetos creados dentro de la clase y que en su momento fueron emblemáticos. El nexo de unión era que la temática se decidía en la asamblea de cada mañana, que se trataba de un trabajo de grupo en el que colaborábamos niños, maestros y familias y que todas las historias tenían un final, como la vida misma.

         Acordamos crear una vaca en el grupo de dos a tres años, mi compañera Conchi y yo. El trabajo fue publicado en Cuadernos de Pedagogía una vez que concluyó el ciclo, que también duró varios meses. La historia comenzó con una visita a la vaquería de Los Pastoreros, una secta religiosa dedicada a la agricultura y a la ganadería en Fuente Vaqueros, a unos 20 kilómetros de Granada. Vimos cómo vivían las vacas, cómo se les daba de comer, cómo se las limpiaba, cómo se las ordeñaba y allí mismo probamos la leche. A la vuelta venían muy motivados con el asunto y era un momento adecuado para seguir explotando el tema. El colofón nos pareció adecuado que fuera hacer una vaca dentro de la clase, casi de tamaño natural por lo que, una vez terminada hubimos de colgarla del techo hasta que llegó el momento de dar término a su vida, que también fue en la fiesta de fin de curso en presencia de todas las familias y con el fuego como punto y final. Hablamos de 1987 mas o menos.

         Otra propuesta fue la de El viejo y el mar. Curso 1994 – 95 y se trataba de que Santiago, el protagonista del libro, nos estuviera acompañando como un personaje más de la clase y la historia de su encuentro con el mayor pez de su vida. Una vez conocida la historia por todos y dibujada cada secuencia por ellos, decidimos hacer un pez como el que pescó Santiago, un pez espada de alrededor de tres metros, sabiendo que, aparte de la cabeza, la mayor parte del pez se lo comieron los tiburones cuando Santiago volvía a la playa. Las familias nos proporcionaron una cabeza de pez espada de verdad. La espada medía casi un metro. La tuvimos salándola un par de meses para que no se nos pudriera. Luego se la reconstruyó por dentro como si fuéramos taxidermistas y el resto del cuerpo, que tenía que estar colgado del techo porque si no, no cabíamos. Con alambres y con periódicos para que abultara pero no pesara apenas, nos acompañó todo el curso. Lo que nos interesaba y lo que más trabajamos no fue un objeto concreto sino la historia en sí, que todos nos la sabíamos de memoria y la contábamos a cada paso.


         No quiero cargar las tintas demasiado en mí. Lo que cuento lo he vivido en primera persona, pero yo no era excepcional, ni mucho menos. Sin ir más lejos, mi compañero Manuel, que nos suele enriquecer con sus comentarios, tiene experiencias tan ricas como estas o más. Por ejemplo con el asunto de la Alhambra, con el barrio del Albaicín en colaboración con otros compañeros de su escuela o, hace unos meses, con la exposición de planos de las casas de los niños y las correspondientes maquetas que fueron expuestas en el Decanato de Arquitectura de Granada y de la que dimos cumplida cuenta con mucho gusto en este blog. No era, por tanto, nada especial sino como una especie de derivación del trabajo de cada día. En momentos concretos se centraba la discusión sobre un asunto: casa, vaca, Santiago del viejo y el mar, la Alhambra, o cualquier otro asunto y entraba dentro de lo posible proponer materializar y hacer que tomara forma física cualquier elemento referido a lo que estábamos tratando y que nos resultara especialmente significativo. Y, manos a la obra. También aclarar que yo hago referencia al pasado porque yo ya no trabajo en las escuelas ya que estoy jubilado, pero las experiencias se siguen produciendo hoy en día con mucho más rigor técnico y con el mismo espíritu. 

domingo, 6 de abril de 2014

CASA


         Siempre dudo sobre el tono que quiero dar a estas secuencias de vida, a estas propuestas de actuación que pretenden ser esencialmente invitaciones a profundizar en el fondo de nosotros mismos como personas y como profesionales y hacer que surjan ideas, sentimientos, sensaciones que uno necesite comunicar, en la creencia de que cuando tú comunicas de verdad es fácil que haya alguien en el otro lado que escuche lo que ofreces y se produzca el contacto milagroso.

         De pronto me apetece irme por las ramas y reflexionar en general. Otras veces me ronda la idea de concluir y cambiar de registro porque me parece en ocasiones que sólo soy capaz de hablar de educación de los pequeños y me rebelo. Sé que antes que nada y sobre todo soy persona y todo lo que acontece me interesa y me gustaría poderlo comentar con los que queráis de vosotros. Pero también quiero, lo he comentado en alguna otra ocasión, que este sector de la vida, los primeros años, esté permanentemente en candelero y que, aunque sea en este humilde rincón, se esté hablando del asunto, unas veces con más acierto que con otras. Hasta hoy, esta es la idea que se va imponiendo dentro de mí lo que, de no cambiar en poco tiempo, me va a forzar a abrir un nuevo blog sobre asuntos diversos del transcurrir de la vida que se llamará BABEL o algo parecido para que en su interior pueda caber cualquier asunto y cualquier tono para contarlo.

         Lo que hoy os muestro es una propuesta de trabajo que nos llevó varios meses. Se trataba, como puede verse, de construir una casa. Los ladrillos eran los cartones de leche vacíos, que siempre me parecieron de un formato muy de ladrillo y me recordaban los ladrillos de verdad con los que trabajé en mi infancia. Traíamos a la clase desde la cocina los que se habían gastado esa mañana porque había que enjuagarlos muy bien y ponerlos a escurrir para evitar que los restos de leche se quedaran dentro y nos apestara la clase. Sobre diez cada día íbamos acumulando. Una vez secos, con la base de un tablero, que nos sirvió de suelo, fuimos diseñando un formato de casa, tipo chalet para que nos proporcionara puerta de entrada, ventanas, balcones con macetas, terraza con su baranda y un tejado con ángulos. La idea de bloque de pisos, que era lo más frecuente a nuestro alrededor nos resultaba más monótona. Nuestra escuela era un chalet en origen y, aunque ha venido adaptándose a través de distintos arreglos, no ha perdido aun su toque coqueto de casa de las afueras. Bueno, lo de las afueras sí lo ha perdido porque ya se ha integrado por completo al casco urbano.

         Desde el principio supimos que nos iba a ocupar tiempo, unos cuatro meses, aunque no como actividad exclusiva ni mucho menos. Que tendría un importante volumen, por lo que tuvimos que ubicarla en un recoveco de la clase para que no nos molestara demasiado y que al final, una vez concluida nos comprometíamos a quemarla como si se tratara de una falla. Esta parte se asumió sin ser muy conscientes de la realidad a la que nos comprometíamos porque sí que asumimos que las historias tienen un comienzo, un recorrido y un final para que no anden persiguiéndonos y nos impidan asumir nuevos retos. La cola Darson fue suficiente para darle unión a las piezas que cada día se iban incorporando. Los cartones estaban vacíos y, aunque de tamaño considerable como puede verse, el peso no era excesivo y nos permitía desplazar el conjunto cuando queríamos discutir algún aspecto de su construcción en grupo grande.

         No tengo documentación gráfica del ritual del fuego, que se produjo por San Juan, coincidiendo con otros rituales del fuego a propósito del solsticio de verano y con el fin del curso, que fue por esos días. Lo que sí puedo decir es que significó una procesión hasta el espacio libre cercano a la escuela y que la casa fue debidamente llorada porque una cosa era comprometerse a que ardiera y otra, mucho más dura, meterle fuego de verdad y presenciar cómo se consumía.