Lo
bueno y lo malo que tiene esta manera de reflexionar sobre cualquier tema, en
nuestro caso sobre la educación de los más pequeños es que no hay más ambición que toda. En mi
pueblo decían aquí no hay más chinches
que la manta llena. No hay más objetivo que todos, ni más límite que
cualquiera de ellos. En unas ocasiones me interesa centrar el discurso sobre un
aspecto concreto, como la semana anterior sobre los olores, porque considero
que la escuela lo pasa por alto o lo tiene poco presente pero la educación
antes que nada y sobre todo, es una experiencia global siempre. Mucho más en
los primeros años de la vida.
Como
profesionales los maestros nos preocupamos de que nuestro plan de trabajo con
los pequeños se encuentre sustentado en una metodología y en unas secuencias,
entre otras cosas para ordenar nuestras ideas y parcializar el mensaje,
basándolo en investigaciones anteriores y proyectándolo en hipótesis que
intentan acotar el esfuerzo, dosificarlo y encontrar argumentaciones que lo
justifiquen. Todo esto seguramente es normal, conveniente y hasta positivo,
pero siempre y cuando no perdamos de vista que los resultados de todo este
sistema de trabajo se encuentran directamente ligados a las experiencias
vitales que los pequeños desarrollan mientras reciben los mensajes que les
emitimos y se establece un sistema de comunicación viable entre ellos y
nosotros. Podemos optimizar todo el procedimiento y proponerlo con el rigor
necesario para que pueda ser compartido, pero sin la empatía imprescindible entre
los niños y nosotros no habrá manera de que el hecho educativo se produzca.
Profundizando
un poco más en el análisis de cómo se produce la educación se puede plantear
que muchas veces nos damos cuenta de que nuestra aportación ha podido ser adecuada,
incluso brillante, pero vemos que los pequeños no han recibido lo que
intentábamos transmitirles. La consecuencia es que nuestro esfuerzo falla, con
la consiguiente decepción para nosotros y para los pequeños. Uno se da cuenta
en el preciso momento en que se produce, lo que sucede es que hay que seguir
adelante y lo hacemos como si no hubiera pasado lo que hemos visto que ha
pasado porque nuestra presencia en la escuela no está supeditada al logro o no
del objetivo propuesto sino a unos tiempos tasados y a unas horas de reloj que
debemos cumplir. Si no es la hora de
salir, por ejemplo, por más que seamos conscientes de la decepción coyuntural,
hay que seguir adelante y reflexionar sobre la marcha mientras ya se está en
otro momento y con otras propuestas de trabajo distintas. La función del
maestro es compleja y necesita de una capacidad de resistencia por encima de
los momentos dulces o amargos por los que atravesamos, puede que varias veces
cada día.
Estoy
seguro que la profesionalización de nuestro trabajo es conveniente, buena y
útil, pero estoy mucho más seguro de que va a ser nuestra fuerza interior,
nuestra capacidad de sobreponernos a coyunturas de cualquier signo en momentos
concretos, lo que nos va a dar el resultado final sobre cualquier empeño que
nos propongamos. A los niños, por ejemplo, no les importa para nada cual es
nuestro estado de ánimo cuando nos enfrentamos a una asamblea del grupo por la
mañana pero, sea cual sea nuestro estado de ánimo, lo que no nos van a perdonar
es que nuestro estímulo, que es el que tiene que despertar el interés del
grupo, falte. Si nuestro estímulo flaquea, toda la arquitectura en la que se
fundamenta el proceso educativo se tambalea y se desmorona como un castillo de
naipes. Para sustentar nuestro ánimo, como he dicho antes, creo que es
conveniente y está bien, disponer de esquemas de trabajo que nos facilitan la
labor, nos ordenan el discurso sobre el que nos sustentamos, pero al final, es
nuestro impulso primitivo, vital y profundo, el que da vida a toda la
metodología instrumental de la que echamos mano. Para sintetizar diremos que
sin instrumentos educativos la educación es más difícil pero también que sin
nuestro impulso vital, sin esa fuerza que ni nosotros mismos sabemos muy bien
de dónde nos sale, la educación es sencillamente imposible .
Se podrá decir más alto, pero no más claro....
ResponderEliminarSaludos
P.S.: Así hablaba Zarathustra, y así se habla !
Estoy contigo Antonio, pero algunos niños se dan cuenta del estado de ánimo de profesor y lo hablan entre ellos.así lo hacíamos nosotros de niños en mi clase, nos dábamos sobre todo cuenta en los lunes. Cosas de críos...
ResponderEliminarUn abrazo
Sor.Cecilia
Triste papel el del maestro que no está enamorado de su oficio. En mis peores momentos personales, ponerme ante los niños era entrar en una isla tranquilizadora que me permitía evadirme siguiendo los sueños, las ilusiones, los disgustos y las tristezas de mis alumnos, abstrayéndome de las mías propias.
ResponderEliminarEs verdad que llega un momento en que uno tiene integrado tanto el trabajo dentro de su vida que, como tú dices, puede permitirse el lujo de usarlo hasta como refugio de otras preocupaciones familiares o de otro tipo parecido que nos quitan la tranquilidad y el equilibrio interior imprescindible. Un abrazo
Eliminarlos niños, como los mayores, saben leer entre líneas y perciben con exactitud asombrosa lo que en multitud de ocasiones los adultos no sabemos ver. Seguramente porque prefiramos tapar o encubrir para que no se vea.
ResponderEliminarAlgo de profesionalización, que citas dos o tres veces, bien vendría pero no solo para el menester de los enseñantes: también para los Educadores en general y para cualquier oficio con tal de asegurar a la sociedad que no somos los ´lásicos trabajadores de pacotilla a quienes, como hoy, día 1 de mayo, corresponda celebrar una determinada fecha.
abrazo