En el
momento que se explicó que la primera vacuna contra el virus estaba a nuestro
alcance, final de diciembre, la noticia se vendió como un punto de esperanza al
final de este largo túnel en el que el mundo se encuentra inmerso desde hace ya
diez interminables meses. Hoy que termina enero, con cerca de 2 millones de
dosis puestas y más de 200000 con los dos pinchazos exigidos y, por tanto,
completamente inmunizados, ya hemos encontrado motivos suficientes para
mantener la guerra en alto y hacer que el primer plano de cada mañana sea de
amargura y desesperación. Estoy seguro, y hablo en primera persona, que no nos
faltan razones. No hemos conocido una etapa tan negra en lo que tenemos de
vida, salvando la desdicha de la guerra civil, de la que apenas quedan testigos
vivos a estas alturas. Pero no me explico por qué nos emperramos en emponzoñar
todo lo que nos está sucediendo, lo negativo, que está bien a la vista cada
día, por negativo, pero el incipiente positivo, que asoma tímidamente la nariz,
también.
En
todos los medios apareció Araceli, una enfermera de más de 90 años, natural de
Guadix, Granada y usuaria de una residencia de Guadalajara, como primer punto
de luz, lejano pero cierto, iluminando la larga noche de pandemia y de ruina
que nos invade. Se empezó a vacunar a buen ritmo con vistas, según las
previsiones del gobierno, a que para el verano pudiéramos haber alcanzado la
inmunidad de rebaño con un 70% de vacunados para entonces. Reto difícil porque
suponía varios meses más de espera cuando empezamos a dar señales de
desesperación por la tardanza. Pero se ve que, una vez más, poco dura la
alegría en la casa del pobre, fuimos capaces de encontrar argumentos para
seguir la pugna que se sigue imponiendo, hasta el momento, con más fuerza que
cualquier atisbo de esperanza. La provisión de vacunas se retrasó un día por
problemas de la empresa suministradora y fue suficiente para desatar las iras
contra el gobierno. Tampoco faltó la competición entre las comunidades sobre
quién ponía más vacunas que las demás.
Hoy
llevamos un mes de vacunación, las empresas suministradoras han mostrado su
verdadera cara buscando su beneficio por encima de cualquier otro objetivo, y
vemos cómo intentan alargar el servicio comprometido con Europa, después de
haber usado los fondos europeos para poner su producción en marcha, y se
dedican a servir a países que les pagan cantidades mucho más altas por unidad.
Israel está vendiendo ante el mundo su imagen de eficacia, una vez más, porque
está vacunando más porcentaje de la población que nadie a los precios más altos
mientras poca gente advierte que al mismo tiempo, los musulmanes con quienes
conviven en los territorios ocupados no tienen acceso a esas vacunas que
circulan orgullosas entre sus vecinos israelíes. Como todo transcurre entre
empresas privadas no podemos soñar con que haya vacunas para todos porque será
el dinero el verdadero dictador que diga quién se vacunará primero y quién
tendrá que esperar.
Europa
se encuentra pugnando porque las empresas cumplan sus compromisos de servicio
porque ya ha pagado, y no le falta razón. Tampoco falta razón a que cualquier
persona a la que le afecte la pandemia, todos los habitantes de este mundo,
deberíamos tener la misma oportunidad de lograr la inmunidad por la vacuna y no
está siendo así ni lo va a seguir siendo en el futuro próximo. Este entramado
de dificultades, bastante previsibles como algunos anunciamos desde el
principio, vista la enorme envergadura del proceso de vacunación está siendo,
una vez más, un nuevo argumento de pugna política implacable y a cara de perro,
poniendo de manifiesto hasta qué punto nuestra capacidad de acuerdo se queda a
bastante distancia de la de pugna y litigio, para la que cada día ofrecemos
sobradas muestras. Por cierto, para completar el panorama, los aprovechados que
se cuelan y reciben las dosis de vacuna antes de que les toque son una buena
guinda que adorna nuestra imagen menos edificante y está a la orden del día.