Con
cierto dolor me veo empujado a tratar de la temática de Cataluña, siendo, como
soy, una persona que no entiende de más país que el que llamamos mundo, ni más
bandera que aquella que nos envuelve en el momento en que nos cubren en cuanto
salimos del vientre de nuestra madre. Pues con esta condición tan apátrida,
convicta y confesa, heme aquí hojeando la prensa de hoy y contemplando
discursos e imágenes que me recuerdan otros de hace quince años, en los que la
lideresa de entonces, Esperanza Aguirre pedía con todo su fervor patriótico,
que era mucho, firmas y firmas hasta alcanzar los cuatro millones para que
Cataluña no se fuera de España. A las firmas le siguió una campaña bastante más
dudosa de enfrentamiento a los productos catalanes que alcanzó niveles de
dramatismo importantes. La respuesta desde Cataluña no se hizo esperar y se
concentró en un santo y seña que hizo su agosto ESPAÑA NOS ROBA. Con este formato de acción y reacción alcanzamos
cotas de desentendimiento desconocidas hasta entonces.
Todo este
proceso de agitación venía encadenado después de varias legislaturas en que
gobiernos de derecha y de izquierda habían compartido poder con las fuerzas
catalanas desde el momento en que los resultados electorales no ofrecían
mayorías absolutas estables. El resultado de la agitación anticatalana por
parte de la derecha dio como resultado que la derecha catalanista, en justa
correspondencia, se fue alejando de posiciones pactistas y fue acuñando el
soberanismo y la reivindicación de independencia que siempre andaba pululando
alrededor de sus discursos, pero que terminaba escondiéndose en las concesiones
que obtenía de Madrid. En 2017 las divergencias llegaron a tal punto que el
parlamento catalán se atrevió en el mes de septiembre a legislar lo que dieron
en llamar leyes de desconexión, sin
que los respaldara legalidad alguna, a partir de la cual pretendían comenzar
una estructura estrictamente republicana al margen de España.
La
pugna jurídica alcanzó extremos desconocidos hasta entonces que terminaron con
la aplicación del artículo 155 de la Constitución y con la suspensión de la
autonomía y la toma del poder autonómico por el gobierno central. El desafío
alcanzó su cénit con la propuesta de un referéndum unilateral, al margen de la
legalidad vigente que terminó celebrándose el fatídico 1 de octubre, que fue
reprimido con dureza, según los independentistas, y que terminó ofreciendo unos
resultados, al margen de la legalidad vigente, pero importantes en número de
votantes, hasta el punto que desde entonces ha valido como punto de arranque de
la pretendida república catalana, altamente pretendida y nunca materializada.
En las últimas elecciones catalanas, por primera vez en la historia ERC, un
partido soberanista de izquierdas se alzó con una incipiente victoria y ahora
está gobernado con la derecha catalanista y permitiendo que pueda abrirse una
mesa de diálogo político que facilite desempantanar la situación.
Y volvemos a empezar. Ya tenemos anunciada la gran manifestación de la derecha españolista en bloque y la recogida de firmas (seguramente estarán guardados los millones de firmas de hace 15 años y podría usarse para no malgastar papel). Es verdad que las condiciones de entonces no son idénticas a las de ahora, pero es innegable que el punto de partida de entonces se parece mucho al de ahora y no es difícil augurar el recorrido y hasta el resultado en gran medida. Hoy la excusa es la propuesta de indulto a los políticos catalanes que han pasado por la cárcel, con la idea, por parte del gobierno, de que los asuntos políticos no anden atascados en la justicia y dispongan de su propio espacio de discusión. El total es que todo parece un bluf que se repite hasta el hartazgo como si la noria de la vida no tuviera más que un circuito de sube y baja permanente y nos viéramos en este momento de nuevo en la imperiosa necesidad de desentendernos una vez más. Y todo lleno de golpes bajos, de ilegalidades ramplonas que da ganas de mirar para otro lado, que al final tampoco conduce a nada.