Ya el
insigne Jorge Manrique recordando la muerte de su padre hace unos cuantos siglos nos hacía ver que “a nuestro parescer,
cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Seguimos hoy con ese empeño, con esa
mentira que nos oculta cuando hablamos de antes como bueno, que lo que queremos
decir es que antes éramos jóvenes y nos sentíamos poderosos y protagonistas y
ahora añoramos aquella sensación porque la hemos perdido y que ya no
protagonizamos nuestra vida, pero nada más.
Podemos
hacer el experimento porque es muy fácil. No hay más que recorrer cualquier
calle de ciudad a media mañana y dedicarnos, por ejemplo, a contar los niños
que vemos. Rápidamente nos daremos cuenta de que no hay niños. Si acaso,
raramente veremos grupos organizados de alumnos, que no es lo mismo, dirigidos
y organizados por sus maestros, dirigiéndose a un lugar concreto para un
cometido concreto: visitar un monumento concreto, asistir a una proyección
concreta, participar en un acto concreto…. Con el tiempo tasado. Salieron del
colegio a una hora y deben estar de vuelta a otra. Si es fuera del horario
escolar sucede algo parecido porque en las calles hay espacios acotados para
que los menores experimenten sus ejercicios musculares en espacios acotados y
con instrumentos preparados para ese efecto. Todo ese corsé al comportamiento
infantil tiene, sin duda, un aspecto positivo ligado al cuidado por la
seguridad y por intentar responder a lo que se considera necesario para el
desenvolvimiento muscular. Yo creo que esto es verdad.
Pero parémonos
ahora un momento. Yo he salido con mi grupo muchas veces…, a nada. A dar una
vuelta. A perdernos por las calles, a mirar a la gente, a pararnos con
cualquier yerba que brota desde el asfalto o desde los adoquines, a mirar los
árboles ahora en Abril, cómo les van creciendo las hojas, cada uno con su forma
diferenciada. Otros que no se les han caído porque son de hoja perenne. A
pararnos delante de las tiendas o a entrar y preguntar cuánto valen las
manzanas. A ver lo que se vende en una tienda de deportes o el parecido entre
los zapatos que llevamos puestos y los que se ven en el escaparate… A caminar
siguiendo la línea recta de las losetas de la calle o estableciendo un camino
en rombo que nos lleva de lado a lado, pisando sobre cada una de ellas o pisando
en losetas alternas… Dándonos, en definitiva, un atracón de calle y siendo
miembros activos de ella, piezas de todo ese conjunto variopinto que forman
desde los abuelos que pasean sus achaques hasta los árboles que ocupan las
orillas o los autobuses que nos desplazan de un lugar a otro porque las
distancias son demasiado grandes para hacerlas todas andando.
Y
después volvemos al colegio con todo el bagaje que hemos ido acumulando a la
vez que contrastamos puntos de vista sobre lo visto y sobre lo que nos dice lo
visto a cada uno y comparándolo con cualquier otra vivencia parecida que nos
pudo suceder otro día cualquiera, bien
solos o en compañía de nuestro familiar o amigo…. Pues eso también es la vida y
puede suceder en cualquier lugar si queremos que suceda porque no puede ser más
sencillo. Quizá es tan sencillo que no sabemos valorarlo como lo mejor, tan
embebidos como andamos en conseguir muchas cosas, sin darnos cuenta de que la
prisa no nos lleva más que a alejarnos de nosotros mismos. Seguramente tenemos
que entender que lo importante, tanto en educación como en cualquier otro orden
de la vida siempre está cerca, probablemente dentro. Desgraciadamente no suelo
ver grupos de alumnos paseando por las ciudades o por los espacios urbanos en
general, sencillamente por el placer de reconocer los distintos espacios y por
gozar del aire libre, aunque tenga que ser un poco contaminado como lo fue
siempre. Suelo sintetizar esta actitud diciendo que los niños deben aprender a
mirar las moscas, las mariquitas o el vuelo de las golondrinas y los vencejos
porque ahí es donde se encuentran los principales conocimientos que deben
adquirir.