A
medida que se van sucediendo estos escritos, retazos de la memoria, tengo que
hacer un esfuerzo antes de comenzar para no repetirme, para mantener un cierto
hilo conductor y también para aportar algo nuevo y diferenciado cada vez. Hoy
quiero detenerme en el aire libre como elemento diferenciador y a promocionar
dentro de la escuela. Los grandes pedagogos de comienzos del siglo XX ya
cantaban sus alabanzas pero parece que la estructura escolar se resiste a
promocionar esta idea, bien por inconvenientes ligados al clima, que sería
comprensible, o por otros más oscuros que no acierto a comprender.
No
puedo comprender la razón por la que los patios de las escuelas tengan que
estar cubiertos con asfalto o con hormigón, negando por completo a los niños el
contacto con la Pacha Mama de los indígenas latinoamericanos, que es la tierra
madre de todos. Entre salir y correr o caminar en duro o poder pisar la tierra
muelle con su textura original y con sus plantas hay una diferencia radical. Sobre
lo duro no se vive porque no hay nada que hacer espontáneamente que no sea, por
ejemplo competir: competir en deportes o competir en fuerza y rivalidad de los
unos contra los otros cuando la tierra de por sí es toda una fuente de acogida
y de satisfacción de curiosidades elementales como conocer las distintas
texturas de que está compuesta, escrutar cualquiera de sus plantas en las
distintas épocas del año o sus interiores que son una permanente fuente de
sorpresas con las lombrices, con las semillas o con los caminillos que podemos
fabricar para permitir el recorrido, por ejemplo, para el agua sobrante de la
lluvia.
Cualquier
recinto cerrado engendra agresividad, esto está comprobado y quien lo desee no
tiene más que experimentarlo en propia carne, que no le va a costar demasiado
esfuerzo. En la medida en que el recinto sea más pequeño, la cantidad de
agresividad es mayor, aunque en todos los casos la agresividad se produce. Lo
mismo pasa con el aire libre, solo que al revés. Respirar el aire ya es una
liberación, si además se produce en un espacio amplio y soleado, pues más
liberación. Por esta sola razón ya sería argumento suficiente para que en las
escuelas pudiera gozarse del aire libre todo el tiempo que se pudiera. Pero
también dentro del espacio libre hay una diferencia radical entre un patio
solado con hormigón en el que los niños no encuentran nada en medio más que los
cuerpos de sus compañeros hacia los que se van a dirigir inevitablemente, bien
en forma de deportes reglados y competitivos, bien como juegos más o menos
violentos. Un patio de tierra con sus platas y sus árboles es una estructura que está retando a los
niños continuamente a investigar y a conocer todo el tiempo.
Como
no quiero que quede sólo como una explicación teórica diré que nuestras escuelas
tienen todas espacios libres todo lo grandes que son posible y, dentro de
ellos, zonas para el movimiento amplio, para correr y otras zonas de sombra
donde poder permanecer sentados, bien hablando o bien investigando y
desentrañando la tierra que es una fuente permanente de conocimiento. También
en todas pueden encontrar los niños plantas, flores y árboles, tanto de hoja
perenne como caduca, con lo que la salida al patio no es sólo la noción de recreo como descanso de lo que se ha
trabajado en la clase sino el aprovechamiento de una espacio para poder vivir
experiencias específicas y diferenciadas de las que se han podido vivir dentro
de las clases y no menos instructivas con la particularidad de que, así como en
las clases es la persona mayor la que se encarga sobre todo de establecer
temáticas y ritmos, en los espacios libres es más fácil que sean los propios
niños los que establezcan las actividades a realizar y se vuelquen mucho más en
sus apetencias personales lo que convierte la actividad en más personal y más
gozosa y seguramente más deseada. No hay más que ver el interés con que acceden los menores a los distintos espacios
de la escuela.
Es un aspecto muy interesante en la educación de los niños. En Suiza se presta mucha atención a las salidas regulares de excursión por la montaña, granjas, parques etc...
ResponderEliminarUn gran saludo
Mark de Zabaleta
Y por idénticas razones de salubridad, ojalá la vida toda de la humanidad pudiera desarrollarse íntegra sobre tierra firme, apisonada o sin apisonar. La tierra que nos vio nacer. Ojalá hiciésemos de nuestro habitat un eterno edén sin asfalto.
ResponderEliminarAún así la agresividad se terciaría imparable.
Bs
Uno de los primeros recuerdos que tengo de ti, Antonio, es viéndote encender una hoguera en el patio del viejo Arlequín, al llegar a la escuela, y esperar allí sentado a que fueran llegando los niños, que se iban sentando al amor de la lumbre, creando un círculo mágico con el que empezar la jornada. Las canciones, los cuentos, los diálogos que tenían lugar en ese círculo de fuego, difícilmente serán olvidados por los que fueron tus alumnos.
ResponderEliminarAmigo Manuel, aquellos eran los primeros tiempos. No añoro nada porque cada momento ha tenido su punto de verdad en quienes hemos intentado ofrecer lo mejor que teníamos, pero tampoco quiero sacralizar nada. Has habido mucha intuición en personas como yo y como otros que tú y yo conocemos. Hoy en gentes como tú yo veo un paso más y pienso que es lo justo, que el mundo evoluciona y estoy convencido que para bien. Mis últimas intuiciones han sido las vendimias en septiembre y en octubre y los cantos en corro en el patio, recopilando canciones de los abuelos y transmitiendo el ritmo a los niños porque en el ritmo están las raíces de la cultura. En fin, no me tires de la lengua que ya sabes que hablo. Un abrazo más
EliminarAntonio, aunque te doy la razón para los niños ya un poco más grandecitos, no tengo más remedio que discrepar contigo al pensar en los peques, y con conocimiento de causa: en el patio del recreo de la guarde (hay qué ver cuánto partido puedo sacarle a la guarde, y eso que estuve solo un curso), aunque era de cemento, teníamos sembrados varios árboles en cuadrados abiertos a la tierra. Se habían rodeado de césped artificial, pero así y todo tenía que haber un espacio abierto para regarlos. Pues ahí se concentraban los monigotes, en cuanto nos distraíamos con algo nosotras, y se entretenían comiendo tierra como si fuera azúcar. Era una barbaridad, increíble, pero certísimo: dientes, labios, cara, uñas, todo de tierra, y ellos con unas caras de satisfacción... De verdad, no es la mejor idea del mundo dejarlos comer tierra, les salen lombrices y además les quita el apetito. Y a nosotras nos ponían de los nervios.
ResponderEliminarYo, que me crié en un barrio de pueblo, sí recuerdo haber jugado y jugado en la tierra, entre los jaramagos a los que tanto amas tú, entre margaritas altas, ortigas también, varitas de San José, cardos... Jugaba a que mi bici era un caballo y yo le daba hierba y más hierba, y es verdad que se disfruta mucho,muchísimo, mucho más que sobre el frío e inhóspito cemento.
Un besazo, Antonio.
Guapa. Me encanta que discrepes de mí. Dí que sí. Pero quiero decirte que esos niños que se comían la tierra, conmigo también se la han comido a veces, la necesitaban y no la conocían suficientemente. Soy de un pueblo, Alfacar, donde medio pueblo vive del pan. Pues mis compañeros cuando empecé mis estudios, me querían convencer de que los panes se cogían de los árboles. Yo dudaba si eran ellos los que estaban locos o lo era yo.
EliminarLo mismo que tú disfrutaste, y yo también aunque yo soy bastante mayor que tú, es importante que los de hoy también tengan su posibilidad. Bueno, me voy a tu blog. Un beso
Vivimos de espaldas al mundo real, por ello nuestros hijo solo saben que la tierra mancha y mamá se enfada; me temo
ResponderEliminarUn saludo