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domingo, 23 de febrero de 2020

PERCEPCIONES



         Con mucha dificultad hacemos referencia a los primeros meses de la vida, sencillamente porque se nos antoja un abismo insondable en el que es mejor no entrar. Se puede comprender pero al mismo tiempo hay que saber con toda certeza que los aprendizajes de más enjundia se están dirimiento en ese tiempo casi olvidado. Quizá por eso convenga de vez en cuando detenerse y sondear a ver qué encontramos en ese arcano tan profundo. Quiero dejar expresamente todos los componentes de las personas que se mueven antes de que los recién nacidos existan como individualidades. Me refiero los deseos de los demás, sobre todo de los que van a ser sus padres, aunque también de toda la constelación familiar que, aunque no tenga una intervención directa en el nuevo ser que va a nacer su capacidad de influencia termina afectando a las motivaciones de sus padres, protagonistas directos de la vida que va a terminar fraguándose como parte de todo ese remolino de fueras. No lo olvidamos y prometemos entrar en su contenido en breve.

         Arrancamos en el propio acto de nacer. Primera diferencia enorme, aunque no la única, la de aparecer a la vida a través de un túnel imposible que la naturaleza ofrece en forma de útero materno o verse obligado a salir por la barriga con toda la violencia que implica una cesárea aunque también con la comodidad de un espacio hecho a medida casi, sin que intervenga  el ingente esfuerzo que precisa atravesar el canal intrauterino hasta ver la luz. Se sabe que no hay en la historia de una persona un desgarro de envergadura similar al del nacimiento, al del paso de la vida dentro del líquido amniótico al de la vida independiente. Inmediatamente después se produce el desgarro pulmonar por el cual entra la respiración autónoma en el cuerpo del recién nacido, lo que supone que los pulmones han de entrar en acción a través del tradicional grito que puede ser respuesta al azote estimulante, cosa que dudo,  o la extrañeza dolorosa al tener que abrir casi de repente los miles de bronquios que estaban tan a gusto siendo respirados por la madre hasta el momento.

         Ninguno de mis tres hijos han tenido el privilegio de ver la luz en presencia de su padre, con mi consiguiente frustración, sencillamente porque la capacidad técnica hegemónica, representada por el cuerpo médico, estimó que era mejor, no sé para quién, que yo esperara en la puerta hasta que ellos consideraran conveniente mientras mis hijos llegaban a este mundo en presencia de extraños que por lo visto sabían perfectamente todo lo que había que hacer en esos momentos y con su madre abandonada por completo encima de ese banco de tortura, cuya función es, sobre todo, que ellos puedan manipular su cuerpo a placer en inmejorables condiciones de posición, de iluminación y de temperatura. Elvira, mi última hija tuvo el privilegio de que junto a su madre estuviera una sobrina que no por casualidad es médica mientras su padre se comía los nudillos en el pasillo porque la dilatación en toda la larga noche de espera no había superado los dos centímetros.

         No quiero dramatizar más de lo conveniente. Sí puedo decir hasta donde alcanza mi experiencia personal de tres hijos que nunca he visto la muerte más cerca lo que me parece completamente lógico porque en esos momentos críticos lo que se juega es el todo, la vida, o la nada, la muerte, en cuestión de segundos. Como no quiero pecar de intransigente, comprendo que el cuerpo técnico que atendió en cada uno de los partos se comportó con los parámetros de calidad que entendía mejor en aquel momento. Pero entiendo que debemos hablar de cada aspecto y opinar sin acritud pero con toda la lucided de la que seamos capaces por si es posible aprender y mejorar. De hecho creo que se ha mejorado y ahora se me ponen los dientes largos cada vez que veo a los padres aportando su presencia al nacimiento de sus hijos, bien con las manos de su madre enlazadas compartiendo la angustia del momento, con el gratificante beso al recién nacido o ejerciendo su papel de protagonistas que le corresponde sin más.


domingo, 16 de febrero de 2020

INDIVIDUALES


         En cualquier orden de la vida es imprescindible una preparación objetiva y solvente. La educación de los primeros años de la vida no es una excepción. Hoy me parece que a nadie le cabe duda pero la verdad es que hasta el siglo XX, el siglo del niño por excelencia, esto no estaba nada claro. Estamos hartos de ver hatos de ropa con niños dentro que viven la vida de sus madres que los llevan a cuestas y no los sueltan en  todo el día. Hasta que no se produce el destete voluntario parece que el pequeño es un apéndice de la madre. Sin darnos cuenta nos ponemos en los tres años y para entonces, aunque dé miedo decirlo, la capacidad de desarrollo de un pequeño ha cubierto ya el 50% de sus posibilidades. En cualquier cultura han sido las madres las que, sólo por el hecho de haberlos parido, cargan con la responsabilidad de su educación y mantienen a sus hijos junto a ellas con la excusa de la lactancia. Ha habido algunas épocas, los años 70 del siglo pasado sin ir más lejos, en que la lactancia no apretó tanto en la cultura, pero la crianza de los niños para sus madres se mantuvo vigente.

         Hoy la ciencia nos ha dicho ya muchas cosas sobre las posibilidades y necesidades de un recién nacido y sobre qué persona adulta es la más idónea para cubrirlas. Esto de asumir que debía ser la madre nos ha venido muy bien a los hombres porque nos ha exonerado de responsabilidades de crianza en los años más decisivos pero al mismo tiempo, en la vida no hay nada inocuo, nos ha excluido de la educación y nos ha hecho aparecer hacia los 3 años, cuando la mitad del desarrollo ya se había producido y no nos hemos enterado siquiera. El tema de la lactancia es un hecho objetivo en el que los machos quedamos excluidos por razones obvias pero el día es muy largo y se compone de muchos ámbitos que pueden ser tan trascendentes para la vida como la propia lactancia y los machos necesitamos introducirnos en la crianza de los pequeños desde el mismo momento en que nacen. Yo he tenido tres hijos, he querido estar presente en los tres partos y la autoridad médica de cada momento ha considerado que era mejor que no.

         Estoy seguro que no han faltado razones de peso para alcanzar las desviaciones que hemos tenido que vivir y que en gran medida seguimos viviendo para discriminar los papeles del padre y de la madre pero estoy seguro que nosotros y nuestros hijos ha vivido separaciones vitales en su educación, sencillamente por la comodidad de unos protocolos que se han ido imponiendo y que conseguían unos logros de comodidad o de higiene para beneficio de la clase médica, por ejemplo, pero que al mismo tiempo hacían que los padres se fueran convirtiendo en los grandes ignorados de las relaciones esenciales con los bebés. Hoy no es posible calibrar los déficits afectivos que han supuesto el hecho de que los padres no hayan vivido apenas momentos de piel con piel con sus hijos recién nacidos y viceversa. El mismo hecho de un parto con los dos miembros presentes aporta un  mensaje de vida radicalmente distinto al del padre que llega de visita a ver a su recién nacido una vez que ya ha pasado todo.

         La desesperación no es buena consejera y hoy parece que muchos principios se están cuestionando por fin y con muchas contradicciones estamos dándonos cuenta, por ejemplo, que el mundo está configurado con hombres y mujeres a partes iguales aproximadamente y que no es posible, como ha pasado desde el principio de los tiempos, que una mitad, los hombres en este caso, se comporte como dueña y señora de todos los resortes legales y las mujeres, la otra mitad, como seres dependientes. Con la relación afectiva ha sido más o menos al revés. Los hombres hemos sido excluidos hasta antes de ayer como quien dice de los momentos decisivos que se producían antes de los tres años y nos habíamos convertido en vecinos que llegaban al final de cada proceso como si sólo fuéramos invitados cuando el valor de nuestras aportaciones era tan necesario como cualquier otro. Al final hemos construido una sociedad de mitades y nos hemos perdido riquezas que espero que el futuro las saque a la luz para beneficio de todos.

domingo, 9 de febrero de 2020

CAPACES



         Los avances económicos no solo traen beneficios, también nos hacen más frágiles a base de medidas de protección que nos terminan mostrando un mundo entre algodones que no tiene mucha relación con la realidad, Con los pequeños esta tendencia a la superprotección alcanza niveles de esperpento y lejos de aumentar la autonomía de comportamiento lo que produce es personas cada día más frágiles que terminan por ser incapaces de valerse por sí mismos. Cualquiera que haya estado en contacto con pequeños ha experimentado cómo, en un momento dado, un pequeño tropieza, cae al suelo y lo primero que hace no es llorar sino mirar a ver si alguien lo está mirando. Si no encuentra a nadie puede hacer algún puchero pero termina levantándose y sigue su vida como si nada. En el caso de que encuentre a alguien que habitualmente lo intente mantener entre algodones se pondrá a llorar como un energúmeno y no parará hasta que vayan a levantarlo y se sienta satisfecho de la escena que ha montado.

         No se interprete que lo que tenemos que hacer con los pequeños es abandonarlos a su suerte y que aprendan a resolver sus percances por ellos solos. Eso se ha llamado abandono toda la vida y a lo único que ha contribuido ha sido a que los pequeños se desesperen y terminen por no confiar en nadie. No. Lo que afirmo con fuerza es que entre el abandono y el exceso de protección hay muchos planos intermedios y es ahí donde tiene que moverse nuestra participación. Los pequeños son capaces de resolver muchas de las dificultades que la vida les plantea, sea en el terreno de los percances imprevistos o en la solución de las dificultades que el crecimiento habitual nos depara a cada uno. Nuestra labor es fundamental para los pequeños, pero no para convertirnos en los que resuelven los problemas que la vida les plantea. Casi siempre ellos mismo son capaces de superar sus retos si les permitimos que lo hagan.

         Nuestra labor es la de estar presentes en sus vidas, que puedan dirigirse a nosotros cada vez que lo necesiten y nos encuentren a su lado y de su parte. No importa tanto las dificultades que nosotros les resolvamos cuando la fuerza que para ellos significa  que giren su cabeza y nos sientan cerca y sepan que estamos disponibles para ellos. El protagonismo en la educación debe ser de cada uno en particular aunque todos necesitemos ayudas de los adultos que nos rodean. De los adultos nos debe llegar la seguridad de saberlos cerca pero no tanto su intervención directa en los percances de cada día. Siempre que los pequeños puedan reponerse de cualquier percance por ellos mismos, la eficacia de la lección que aprenden es mucho más sólida y los hace más fuertes porque significa que están aprendiendo a confiar en ellos mismos. Debemos hacer valer aquel refrán en el que se dice que no me des pescado para comer, mejor enséñame a pescar.

         Probablemente el mayor demonio con el que nos tropezamos para poner en práctica lo que aquí hablamos se llama tiempo y está bien que lo sepamos para actuar en consecuencia. En los desayunos de nuestra escuela, por ejemplo, los pequeños se encuentran un plato de trozos de fruta,  pan con aceite y un buen vaso de leche. Lo que falta es disponer del tiempo y de la paz necesaria para que los pequeños aprendan a saborear la exquisitez de lo que tienen delante. Pues algo parecido es lo que sucede con la solución de sus problemas. En general ellos van a ser capaces de resolverlos y si necesitan algo de ayuda se la vamos a prestar porque para eso estamos a su lado. Sucede que muchas veces la prisa nos come y nos falta el ritmo adecuado para que la educación se pueda producir a su humor. Con frecuencia en esos casos tiramos por la calle de en medio y nos dedicamos a encontrar soluciones en las que los pequeños no intervengan o, en el caso del desayuno, con unas galletas en el bolsillo salimos del paso. Y puede ser que salgamos un día, pero si esa actitud se repite demasiado lo que hacemos es meter a los pequeños en un laberinto sin fin de dependencias en el que se verán atrapados de por vida. 


domingo, 2 de febrero de 2020

ACUERDOS


         Estamos atravesando una época en la que cada grupo está empeñado en mostrar sus límites para un discurso que se convierte en excluyente antes incluso de terminar su enunciado. La conclusión es que la política, o el arte del acuerdo, se aleja en el horizonte y se impone la intransigencia. Lejos de encontrar zonas comunes, sean muchas o pocas, lo que vamos encontrando cada día es enormes pedruscos en el  camino con lo que ningún grupo puede caminar sólo, porque carece de las mayorías suficientes, pero tampoco permite que ningún otro avance porque dispone de la fuerza suficiente como para bloquearle el camino a cualquiera que lo intente. El resultado no es otro que el de estar respirando un clima bronco y agrio que lo que consigue de hecho es dificultar el avance de cualquiera que lo intente. Y en esas estamos. Todo el mundo da lecciones a cualquiera que no sea él mismo y los discursos están plagados de intransigencias, de líneas rojas como si cada uno, por sí sólo, fuera capaz de sacar a la luz sus propuestas sin contar con los demás, cosa completamente imposible como se está demostrando cada día y con cada propuesta.

         La situación es tan dramática y a la vez tan elemental, que uno no se explica cómo los dirigentes no son capaces de darse cuenta de que todos están inmersos en una situación sin salida. Me recuerda aquella imagen de los dos burros atados a una estaca que intentan comer hierba, cada uno en una dirección. Están agotando sus fuerzas y la hierba no les llega, sencillamente porque no se han  dado cuenta de que tirando cada uno para su lado no podrán acceder a la hierba ninguno de los dos. Habrá que esperar a que estén suficientemente agotados para que entiendan que la solución la tuvieron desde el principio al alcance de la mano. Todo consistía en ponerse de acuerdo entre ellos y en un momento irse los dos al lado de uno y comer a gusto hasta agotar la hierba y al momento siguiente ponerse los dos en el lado contrario porque allí también tienen alimento suficiente para saciarse.

         En la escuela uno vive situaciones parecidas con mucha frecuencia. De ahí que los choques físicos no sean raros, sobre todo al principio, cuando los niños tienen muy poco conocimiento de ellos mismos. La solución no tiene mucha ciencia. Si lo que quieres es seguir compitiendo, puedes seguir hasta el infinito con la conciencia de que lo que vas a conseguir no es más que terminar tú y tu contrincante agotados y con la conciencia de que no hay salida para ninguno de los dos. Puede haber alguna solución por imposición de uno de los dos, normalmente el más fuerte, pero ese resultado va a ser siempre inestable porque el vencido va a estar vigilando en todo momento la posibilidad de imponerse al vencedor en cuanto baje la guardia lo más mínimo. Ninguno de los dos van a quedar satisfechos y su vida se va a convertir en una angustia permanente porque el enemigo acecha en todo momento hasta conseguir imponer sus tesis a cualquier precio.

         Parece ridículo tener que insistir una vez más que no hay más solución en la vida que el acuerdo. La verdad es que decirlo cuesta poco esfuerzo aunque establecerlo no es tan fácil. Lo primero que hace falta para llegar a cualquier acuerdo es darnos cuenta de que en cada situación hay al menos dos posiciones que son legítimas desde el momento en que la sustentan personas. No hay manera de conseguir el más mínimo acuerdo si alguien comienza negando la posición del de enfrente. A partir del reconocimiento mutuo podemos establecer una serie de aproximaciones que tengan como objetivo aceptar alguna parte del contrario y conseguir que el contrario acepte y respete la mayor parte posible de tu posición. Cualquier negociación significa ceder. El que no esté dispuesto a ceder no sabe lo que es negociar y sólo será capaz de ver sus criterios en activo cuando logre imponerlos por la fuerza. Casi me da risa tener que terminar con estas normas tan elementales pero es que en la política de mi país en este momento brillan por su ausencia. Así nos va.