Con
mucha dificultad hacemos referencia a los primeros meses de la vida, sencillamente
porque se nos antoja un abismo insondable en el que es mejor no entrar. Se
puede comprender pero al mismo tiempo hay que saber con toda certeza que los
aprendizajes de más enjundia se están dirimiento en ese tiempo casi olvidado.
Quizá por eso convenga de vez en cuando detenerse y sondear a ver qué
encontramos en ese arcano tan profundo. Quiero dejar expresamente todos los
componentes de las personas que se mueven antes de que los recién nacidos
existan como individualidades. Me refiero los deseos de los demás, sobre todo
de los que van a ser sus padres, aunque también de toda la constelación
familiar que, aunque no tenga una intervención directa en el nuevo ser que va a
nacer su capacidad de influencia termina afectando a las motivaciones de sus
padres, protagonistas directos de la vida que va a terminar fraguándose como
parte de todo ese remolino de fueras. No lo olvidamos y prometemos entrar en su
contenido en breve.
Arrancamos
en el propio acto de nacer. Primera diferencia enorme, aunque no la única, la
de aparecer a la vida a través de un túnel imposible que la naturaleza ofrece
en forma de útero materno o verse obligado a salir por la barriga con toda la
violencia que implica una cesárea aunque también con la comodidad de un espacio
hecho a medida casi, sin que intervenga el ingente esfuerzo que precisa atravesar el
canal intrauterino hasta ver la luz. Se sabe que no hay en la historia de una
persona un desgarro de envergadura similar al del nacimiento, al del paso de la
vida dentro del líquido amniótico al de la vida independiente. Inmediatamente
después se produce el desgarro pulmonar por el cual entra la respiración
autónoma en el cuerpo del recién nacido, lo que supone que los pulmones han de
entrar en acción a través del tradicional grito que puede ser respuesta al azote
estimulante, cosa que dudo, o la
extrañeza dolorosa al tener que abrir casi de repente los miles de bronquios
que estaban tan a gusto siendo respirados por la madre hasta el momento.
Ninguno
de mis tres hijos han tenido el privilegio de ver la luz en presencia de su
padre, con mi consiguiente frustración, sencillamente porque la capacidad
técnica hegemónica, representada por el cuerpo médico, estimó que era mejor, no
sé para quién, que yo esperara en la puerta hasta que ellos consideraran
conveniente mientras mis hijos llegaban a este mundo en presencia de extraños
que por lo visto sabían perfectamente todo lo que había que hacer en esos
momentos y con su madre abandonada por completo encima de ese banco de tortura,
cuya función es, sobre todo, que ellos puedan manipular su cuerpo a placer en
inmejorables condiciones de posición, de iluminación y de temperatura. Elvira,
mi última hija tuvo el privilegio de que junto a su madre estuviera una sobrina
que no por casualidad es médica mientras su padre se comía los nudillos en el
pasillo porque la dilatación en toda la larga noche de espera no había superado
los dos centímetros.
No
quiero dramatizar más de lo conveniente. Sí puedo decir hasta donde alcanza mi
experiencia personal de tres hijos que nunca he visto la muerte más cerca lo
que me parece completamente lógico porque en esos momentos críticos lo que se
juega es el todo, la vida, o la nada, la muerte, en cuestión de segundos. Como
no quiero pecar de intransigente, comprendo que el cuerpo técnico que atendió
en cada uno de los partos se comportó con los parámetros de calidad que
entendía mejor en aquel momento. Pero entiendo que debemos hablar de cada
aspecto y opinar sin acritud pero con toda la lucided de la que seamos capaces
por si es posible aprender y mejorar. De hecho creo que se ha mejorado y ahora
se me ponen los dientes largos cada vez que veo a los padres aportando su
presencia al nacimiento de sus hijos, bien con las manos de su madre enlazadas
compartiendo la angustia del momento, con el gratificante beso al recién nacido
o ejerciendo su papel de protagonistas que le corresponde sin más.