Hemos
mencionado en alguna ocasión cómo, ni en los momentos más confusos, como es el
caso de esta pandemia que atravesamos, las distintas opciones políticas, todas
legítimas sin duda, aparcan sus intereses particulares para encontrar acuerdos comunes
que tranquilicen a la gente a la que se deben y suavicen las angustias más
agudas que no faltan nunca, mucho menos ahora. El resultado de la legítima
punga se parece mucho a un gallinero en el que lo que más resalta al profano
que mira es la gresca permanente, como si cualquier forma de acuerdo estuviera
fuera de programa. Es cierto que en política, la crítica es el fundamento de la
democracia en la que, por esencia, cualquier opción lleva en su discurso una
parte de la verdad pero no cabe la menor duda que hay momentos, y este de plena pandemia es uno de ellos, en los que
los que no militamos en primera línea, estamos en nuestro derecho de quejarnos
de tanta chispa de las que saltan y nos caen encima a los que miramos el
acontecer cotidiano con ojos de supervivencia día a día y no solo de
confrontación.
El
comienzo de año lo hemos comenzado en España con todos los indicadores en
contra y con una curva de infección en el pico más alto conocido, por tercera
vez. Esperamos angustiados que de un momento a otro, la curva se estabilice y
comience e descender, aunque tenga que ser con la desesperante lentitud que ya
lo ha hecho en las dos ocasiones anteriores, y seguramente así será porque así
lo dice la estadística pero es que el tiempo pasa, las fuerzas se terminan agotando y uno
empieza a darse cuenta de que es la vida la que está pasando al mismo tiempo y
son ya diez meses de espera de no sé qué los que llevamos ya en el cuerpo los
que resistimos mal que bien y no encontraos en los discursos políticos que se
tiran a la cara unos y otros como si fueran guijarros los que dejan de traernos
algún consuelo por la situación hostil que ciertamente atravesamos y que cada
día necesitamos con más urgencia.
Estoy
seguro que, aparte de consideraciones pegadas a la realidad de cada día que
hacen aflorar las distintas maneras de ver los mismos problemas que
compartimos, existe una falta de cultura política o de educación para la
discrepancia. Inevitablemente me sale mi vena de maestro que ya ha agotado su
tiempo oficial de servicio a la sociedad y que ha vivido hasta la extenuación
las particularidades de la convivencia con los menores y que se da cuenta cada
día de que nuestros líderes levantan la voz por cualquier causa, plantean
debates maximalistas que no encuentran cauces de salida desde su mismo
planteamiento o manifiestan actitudes intransigentes que solo permiten irritar
continuamente el discurso imprescindible, pero no alcanzan la madurez de
conseguir puntos de salida que permitan al cuerpo social respiros parciales y
no mantenerlos en todo momento en un grito, cosa que es de todo punto
imposible.
No sé en qué momento, ni los muertos y el desamparo que necesitamos dejar en el camino, pero tenemos que terminar asumiendo cosas tan básicas como que el que no piensa como yo no tiene por qué ser mi enemigo, que sus posiciones ideológicas, tan lejanas de las mías, encierran una carga de verdad que yo no comprendo pero que tengo que aprender a aceptar con la mima naturalidad que acepto que amanece cada mañana, que la VERDAD no existe ni con pandemia ni sin pandemia y que convivir es el derecho a discrepar, porque no todos pensamos lo mismo, pero también es la obligación de encontrar acuerdos porque no se trata de encontrar la VERDAD, que no existe, sino ir elaborando pequeñas verdades cada día que nos permitan resolver nuestras discrepancias y no tener que pensar que para que cada uno viva se vea como imprescindible que nuestro vecino no. Tenemos ejemplos en la historia que nos manifiestan reiteradamente a dónde nos conducen las actitudes maximalistas y excluyentes. Siempre echo de menos la ausencia de una signatura troncal que se llame convivencia. Hoy la necesitamos con mucha urgencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario