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domingo, 26 de enero de 2020

MEMORIA



         Se dice que la vejez se identifica cuando se va abandonando el presente y uno se dedica a vivir de recuerdos. Probablemente se trata de un mito como tantos otros que arrastramos para explicar lo que nos convence y lo que no de nuestra vida. La infancia sería, según esta lógica simplista una forma de construir cada día como si la vida fuera un conjunto de vivencias que nos invitan a entrar para impregnarnos de experiencias de las que iremos configurando nuestra vida. Nunca me olvido sentado en una silla y pasando hojas de un libro de Guillermo. Mi familia estaba convencida de que yo leía, pero no era verdad. Sencillamente de tanto repetir el paso de las hojas del libro me había aprendido el texto de cada página y lo repetía con fidelidad al contenido que yo había aprendido, que no identificaba con letras ni con palabras sino con la fotografía de la parte del texto que correspondía a la parte de la historia que asociaba a los dibujos. Yo sabía que no era capaz de leer por más que mi familia intentara hacérmelo creer a base de repetir la historia cada día.

         Mis primeros años de escuela todo se centraba en repetir una y mil veces unos estereotipos que terminaban por incrustarse en el cerebro y que podíamos repetir mientras pensábamos en las Batuecas, por ejemplo. Años después he visto en las escuelas musulmanas algo parecido con los versículos del Corán lo que convierte el modelo de escuela en una especie de acumulación indefinida de frases del libro sagrado como si la capacidad de las personas no fuera más que un almacén de frases a través de las cuales acceden a nuestro interior todos los conocimientos posibles que el mundo nos puede ofrecer. Yo me eduqué en la doctrina cristiana pero la forma era muy parecida a lo que hemos descrito. Soy capaz de recordar todavía conocimientos de entonces a base de preguntas y respuestas sin razonamiento alguno sobre el contenido.

         En los primeros ochenta se produjo una guerra sin cuartel contra el memorismo y los docentes jóvenes que éramos entonces nos dedicamos a centrar los contenidos a partir de nuestras capacidades de interiorizar cada conocimiento de modo que despreciábamos, por ejemplo que Moscú era la capital de Rusia pero no pasábamos por alto el minucioso estudio físico y humano de la calle en que vivíamos. Nos volcamos en una escuela de la experiencia y abandonamos como si se tratara de nuestro enemigo despersonalizador de la escuela de la memoria que nos había abarrotado de conocimientos sacados del contexto de vida en el que nos movíamos. El paso de los años nos ha traído como resultado un mayor y mejor equilibrio en la adquisición y asunción de los conocimientos, lejos ya de aquellos primeros bandazos encaminados a sublevarnos contra las rutinas que nos habían torturado los años anteriores y que nos habían sacado de nuestras experiencias individuales, fuera de los pilares básicos de cualquier construcción educativa sólida.

         Seguramente el equilibrio perfecto no existe, ni en educación ni en nada en la vida. Hoy no sería capaz de tolerar una educación que prescinda de la memoria como capacidad privilegiada de los seres humanos para almacenar los conocimientos pero desde luego no se me ocurriría ni por un momento ignorar las particularidades de cada uno de los alumnos a la hora de construir su estructura educativa, sus conocimientos básicos y sus palancas elementales y firmes con las que construir su vida intelectual. Lejos ya de los vaivenes de la historia tenemos que asumir las síntesis como las mejores lecciones con las que nos debemos quedar. Necesitamos la capacidad acumulativa porque nuestra mente no tiene límites conocidos y tenemos derecho a vivir nuestra capacidades como un valor pero sin ignorar por un momento ni quienes somos ni dónde se encuentran nuestras primeras claves del conocimiento, que no es en otro lugar que en el interior de nosotros mismos.


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