Esta
semana ha salido la prensa en tromba proclamando por las esquinas que la tasa
de natalidad ha sido en España la misma que en 1941. Tal como se ha contado
parecía un lamento, una amenaza de cataclismo y poco más. No dudo que la
realidad sea la que se dice, lo que no entiendo es por qué nos extrañamos de
algo que tenemos delante de los ojos cada día y nos negamos a ver. Para que
aumenten los habitantes de un país hace falta algo tan elemental como que los
adultos lo quieran. Quiero pensar que no
habrá que andar explicando que no es cierto lo de la cigüeña y que los pequeños
nacen cuando sucede un cúmulo de cosas completamente naturales y que significan
sobre todo un compromiso con la vida no inferior a veinte años y de ahí para
arriba. Sin cumplir esta premisa cómo nos vamos a quejar de que no nazcan
nuevos bebés. Hemos alcanzado un nivel de necesidades que hay que satisfacer para
comprometernos. Antes nacían niños como churros: las mujeres se pasaban media
vida embarazadas y la mortalidad infantil campaba a sus anchas. Hoy los
requisitos para un nacimiento han subido algunos peldaños y hay que disponer
una serie de servicios públicos que requieren inversiones que todavía no se
ofrecen.
Lo
último que quisiera es que mi discurso sirviera de alarma o de reproche. Lo que
digo es que las cosas siempre pasan por algo y que a la vez que nos estamos
rasgando las vestiduras porque nos faltan niños, ponemos todas las trabas del
mundo para adoptarlos y cerramos las
fronteras a cal y canto como si nos fueran a invadir. Da la sensación de que
queremos una pescada muy gorda y que pese muy poco y eso no existe en el
mercado. Hemos alcanzado cotas de bienestar en las que cada persona se siente
libre para organizar su vida sexual, por ejemplo, sin tenerla que ligar
directamente a la reproducción, lo cual significa una auténtica revolución que
tantos países quisieran, pero que lleva aparejado un importante descenso de los
niveles de responsabilidad hacia la crianza de los hijos si no es en unas
condiciones nuevas en la que todos, mujeres y hombres, debemos involucrarnos
por igual y los servicios públicos deben satisfacer algunas de las necesidades que la crianza de los hijos lleva
consigo.
Que
haya muchos nuevos nacimientos puede ser muy bueno para un país pero hoy
sabemos que tenemos que valorar muy bien cuáles son los precios que hay que
pagar por ello. Tradicionalmente han sido las mujeres las que han arrastrado
con la responsabilidad de la crianza hasta el punto de que los machos hemos
llegado a asumir que eso era lo natural. De hecho, en más de medio mundo
todavía es así. Pero una serie de países han alcanzado la posibilidad de disfrutar
del sexo cuanto quieran sin que se hayan de producir embarazos. Cuando se asume
la aventura de la paternidad se valoran las necesidades sociales que traen
consigo y se exigen servicios públicos adecuados que siguen faltando y se asume
que la responsabilidad de la crianza es de toda la familia y no sólo de la
madre. Todo esto trae consigo que un nuevo ser no sea ya en muchos sitios producto
una noche loca, ni un coito a destiempo ni desmanes por el estilo sino un
planteamiento conjunto y formando parte de un proyecto de vida en el que queda
incluido el nuevo ser que llega con una serie de necesidades debajo del brazo y
en el que todos debemos involucrarnos.
Las
necesidades de afecto que vamos dejando sin cubrir se manifiestan en nuevas
formas de soledad y se hacen visibles socialmente en la cada día mayor
presencia de mascotas que vienen a sustituir ausencias de compromisos con más
implicación por nuestra parte. Una mascota, a fin de cuentas, no es más que un
hijo de rebajas, con el que cabe disponer de un compromiso pero que te pide
menos implicación personal que un nuevo ser humano. Hemos ganado sin duda en
condiciones materiales y en medios para nuestro desenvolvimiento personal pero
no hemos ganado tanto en madurez y cada día nos conformamos con menos a la hora
de afrontar el imprescindible compromiso con la vida. Creo que cada día estamos
un poco más solos y más desamparados.
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