Este
texto se escapa de la temática de los anteriores, desde el 29 de octubre, que
vienen teniendo a Valencia y a su desastre meteorológico y humano, como objeto
de atención con toda justicia, dado el alcance tan enorme como alcanzó aquella
tragedia y el ingente esfuerzo que está suponiendo su reparación. En esta
Granada de mis entrañas, cada 2 de enero, desde hace ya 533 años, se conmemora,
según el poder dominante desde entonces, el final del poder musulmán de
occidente, simbolizado en el Reino de Granada, cuyas llaves entregó su rey
Boabdil a los Reyes Católicos cuando abandonó la Alhambra, su residencia
habitual y la de su dinastía nazarí, de más de 250 años ininterrumpidos, desde
1237 hasta el 2 de enero de 1492, la más larga de la península hasta el
momento, para establecerse en la Alpujarra granadina y almeriense, desde donde,
al cabo de año y medio, más o menos, dedicado a la holganza y a la caza, terminó
cansándose y cruzando el Estrecho para establecerse en Marruecos, en donde
terminó su vida como general del ejército marroquí, a las órdenes de su rey.
Desde
entonces, cada 2 de enero, se conmemora con honores militares la Toma de
Granada cuando Granada nunca se tomó militarmente, sino que fue entregada por
Boabdil, su rey, después de larguísimas negociaciones entre cristianos y
musulmanes en cuyos acuerdos finales tuvo que estampar su firma hasta el papa de Roma y en cuyo documento final, los
habitantes del reino granadino conseguían un absoluto respeto a su modo de
vida, lengua y cultura, que los castellanos llegaron a quejarse de que superaban a los que traían ellos,
que eran los invasores. Hay que decir, en honor a la verdad, que los
castellanos respetaron las condiciones pactadas sólo los primeros siete años. A
partir de entonces, las condiciones empezaron a dejar de cumplirse por parte
del poder castellano y lo que, hasta entonces había sido una convivencia
aceptable entre vencedores y vencidos se fue rompiendo progresivamente hasta
alcanzar la sublevación total la Navidad de 1558, que fue aplastada a sangre y
a fuego por Don Juan de Austria, hermano natural de rey Felipe II, después de
tres años de cruel enfrentamiento.
Desde
el final de la Guerra de los moriscos, como fueron llamados en adelante los
habitantes del antiguo Reino de Granada, las condiciones de vida de los
invadidos se fueron deteriorando progresivamente hasta que en 1909 llegó a publicarse
un Edicto Real, según el cual se les expulsaba de sus casas, bajo pena de
muerte si no se cumplía. Más de 300000 personas tuvieron que dejar sus espacios
vitales en un plazo de días, cruzar el Estrecho y desaparecer de Granada. Nunca
se cumplió a rajatabla aquella orden de expulsión porque muchos de los que se
fueron encontraron la manera de volver a la única tierra que conocían, pero es
verdad que desde la expulsión se convirtieron en perseguidos por cualquiera que
quisiera cobrarse la más mínima deuda, real o ficticia. España se sumió en una
profunda crisis cultural porque
desaparecieron de su suelo patrio muchos miles de profesionales de muy diversa
índole ocasionando una serie de huecos en agricultura y servicios profesionales
que tardaron muchos años en cubrirse.
La expulsión de los judíos de Al-Ándalus, un poco anterior a la de los moriscos, hace pocos años se intentó finalizar por parte del gobierno español reconociendo la ciudadanía española a todos sefardíes, repartidos por el mundo tras su expulsión de Sefarad, como ellos llaman a España, de lo cual, aunque tarde, me parece una hermosa corrección histórica de la que me alegro. Cuando cada día veo llegar esos cayucos, repletos de inmigrantes, no puedo dejar de pensar si muchos de ellos no serán descendientes de los que un día fueron expulsados de sus casas. Algunos puede que en sus lugares de origen guarden todavía, como oro en paño, las llaves de sus casas de Granada y del Albaicín, que un día se llevaron sus mayores. Un poco de tristeza sí que da ver lo poco que aprendemos de la vida y cómo vivimos secuencias y dramas que se repiten una otra vez, como si la cosa no fuera con nosotros.
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