A
partir de mañana da comienzo de nuevo el nuevo curso, empezando por los más
pequeños. Septiembre es el mes del reencuentro con el trabajo: con las rutinas
de horarios, los esquemas de clases en los que el tiempo se distribuye, el
orden en las jornadas de trabajo, comedores escolares, activación de convivencia
con amigos…, en definitiva, en el sistema de vida. Es seguro que desde que
comenzó a final de junio la época vacacional también se ha creado un cierto
orden de vida. Pero la estructura del curso escolar gana por goleada y cada uno
estaremos expectantes de que el curso comience porque significa que iremos
encajando en nuestro espacio y sabremos, más o menos, cuál es su actividad
según el momento del día. En los últimos años cada vez se aprecia más el
esfuerzo de readaptación al orden del curso, y no es mentira. Pero no deja la
típica crisis de ricos. Los que no han gozado, ni saben siquiera lo que son
vacaciones, no pueden plantearse ninguna crisis de adaptación a ningún cambio
al margen de la miseria.
El
poder del cuerpo académico es de tal calibre que arrastra consigo al resto de
la estructura social, de modo que todos bailamos en cierto modo al ritmo que
marca la estructura educativa. En ciudades como Granada, en la que habito, se
nota especialmente porque, a pesar de ser un núcleo de población mediano, menor
de 500000 habitantes, la fuerte dimensión universitaria que alberga, hace que
la estructura educativa esté muy presente en todos los órdenes de la vida.
Mucho más, por ejemplo, que en los núcleos rurales en los que son los ritmos agrícolas
los que hegemonizan la vida. La masificación de las playas, especialmente
durante los meses de julio y agosto nos indican que el concepto de vacaciones
se ha extendido a importantes sectores de la sociedad hasta el punto de que
estamos cerca de estructurar una especie de receta de entrada de nuevo al
trabajo porque significa una cierta crisis el cambio para retomar las rutinas
del curso.
Por
los problemas de masificación que están suponiendo las aglomeraciones en los
dos meses de verano, julio y agosto, cada día se nota más cómo septiembre
empieza a formar parte del ámbito del veraneo y creo que con buen criterio. En
los servicios de restauración se nota mucho que termina agosto y muchos miles
de trabajadores del sector se quedan sin
empleo y el paro sube indefectiblemente. Parece que la intención está en
repartir los esfuerzos de manera más equitativa y lograr que el verano se
amplíe hasta entrado el otoño, para organizar mejor los flujos humanos que
cuando se concentran demasiado, como viene siendo el caso con julio y agosto,
lo que se produce es una trasposición masiva de la población de las ciudades a
las zonas de vacaciones, cargando, por supuesto, con toda la problemática de
masificación y complejidad organizativa y logística que tanto flujo de personas
lleva aparejado. Seguramente si se lograra, al menos, ampliar el tiempo de
vacaciones en un par de meses más, septiembre y octubre, por ejemplo, podríamos
favorecer un reparto de funciones mucho más racional.
Seguramente podríamos alcanzar mejores repartos del tiempo y del espacio de los que tenemos ahora. Los grandes cambios tienen sus beneficios indiscutibles, que se lo digan a las poblaciones de costa, cómo se han beneficiado de los flujos veraniegos. Pero, una vez conseguidas estas cotas de distribución, no estaría de más seguir profundizando en las mejoras conseguidas para abarcar más amplias cantidades de benefactores del factor verano: los alojamientos rurales, los tiempos para los jubilados, cuya mayor disponibilidad les permite trasladarse en tiempos en los que la mayoría ya deben centrarse en el curso, las vacaciones temáticas, bien en mundos agrícolas o de otros temas, que permiten diversificar los atractivos. De todas formas, lo cierto es que a partir de mañana iremos viendo cómo las calles adoptan el ritmo del curso escolar que poco a poco, a lo largo del mes, irá dibujando la vida de nuevo.
Totalmente de acuerdo, Antonio.
ResponderEliminarOtro buen artículo.
Felicidades y buen domingo, amigo.
Besos