Si nos
lo hubieran dicho el primer día hubiera costado trabajo creérselo, pero aquí
estamos, un año ya, de una guerra de palabras, más o menos justa o injusta,
según se mire, pero excesiva sin duda,
que nos metió en una senda por la que caminamos haciendo alarde de inflación
verbal, examinándonos cada día de los términos más tremendistas que solo nos
lleva a mostrar una imagen excesiva de nosotros, cada vez más lejanas las
posibilidades de entendimiento, a la vez de cerrarnos las puertas del diálogo
al que estamos abocados irremisiblemente. Hay quienes llevamos un año ya
reclamando en cualquier idioma conocido
que no hay más camino que el entendimiento y parece que predicamos en el
desierto, aunque nunca hemos visto otro puerto de llegada, ni lo vemos hoy, que
el de entendernos. Entre los argumentarios hemos pasado desde los proyectos más
simple de dos y dos son cuatro de los primeros días hasta las reflexiones más
sesudas recientes, con el mismo resultado: no hay otra meta que el entendimiento
pero, a día de hoy, nadie lo ve posible.
No
parece que las leyes del diálogo hayan dado muestras de cambio cuando el
planteamiento inicial al llegar a la mesa de trabajo es el de plantear unas máximas imposibles para
quien tenemos enfrentes. Supongo que estamos hablando de cuestiones de poder
del que ninguno de los dos contendientes consideran, de inicio, que no pueden
renunciar. Los ayudas de cámara de cada uno de los dos bloques, hasta el
momento no han hecho más que arrimar ascua a la sardina con lo que las razones
para el desacuerdo no hacen otra cosa que atascar las posibilidades de
entendimiento a la vez que, tanto unos como otros, ratifican la evidencia de
que no hay más salida que bajar la cabeza, bajar la cabeza dialéctica y asumir
en alguna medida los argumentos del contrario para que lleguen a encontrarse en
algún punto que justifique el acuerdo. Tanto unos como otros no terminan de ver
que acordar y que no se note. El problema es vender al público de cada uno las
cesiones efectuadas para estampar la firma, una vez que tanto se ha cacareado
las diferencias.
Y aquí seguimos. Podría decir que como el primer día, pero no es verdad. La mínima confianza y la nobleza imprescindible para cualquier anuncio de pacto le resulta impensable de asumir al contrario, pero a la vez se ratifica la evidencia de que el lenguaje no ha inventado todavía ningún recurso que se pueda presentar como acuerdo y desacuerdo al mismo tiempo. Probablemente no se ha fabricado un término que contenga ambos resultados sin que ningunos de los contendientes en liza sientan que ha cedido más de los que pensaban cuando posaron su culo por primera vez en la silla de la negociación. Y, si seguimos en estas, hasta cuando podemos aguantar. No hay respuesta posible a unos resultados que no tienen otro destino que mostrar la discrepancia como único destino para su clientela, a sabiendas de que los de enfrente están que trinan para vender la más mínima cesión, real o medio real, pero que le valga como soporte para justificar su planteamiento. Y…, claro…, el milagro no llega, sencillamente porque no puede llegar. Todavía no se ha fabricado un argumento que sea blanco pero un poco negro, ni lo contrario
.
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