Se
llegó a decir con todas sus letras, lo comentamos aquí en su día: No vamos a sacrificar al 99% para salvar al
1%. Quienes lo dijeron entonces siguen en la línea de que son los guías
mundiales de las mejores medidas posibles para combatir la pandemia y buscan
una especie de cartilla, tipo Catón, en la que se recojan las principales
indicaciones para que todos terminemos grabándonoslas a fuego para no
olvidarlas jamás. En un caso como el que vivimos no se puede dudar ni nos puede
temblar el pulso. Se sacrifica lo que haya que sacrificar para que el circo
social siga en pie y funcionando. Lo voy escribiendo y me va dando escalofríos
de lo que digo. Sobre todo porque no es un chiste, que podría serlo, sino que
es verdad. Sólo recojo palabras que salen de sus bocas cualquier día, hoy por
ejemplo. Lo último que han decidido ellos, que dicen ser los adalides de la
libertad y lo proclaman con todo cinismo a los cuatro vientos, es que van a
cerrar a cal y canto Madrid el puente de la Constitución porque no pueden
soportar la idea de que las navidades no se celebren como dios, su Dios, manda.
Ya
pasó en verano cuando después de tres meses de durísimo confinamiento se venció
la primera curva de contagios y el gobierno, criticado hasta el delirio durante
todo el proceso, decidió soltar el mando del estado de confinamiento para
compartir la dirección de la pandemia con las comunidades autónomas. A casi
todas les faltó tiempo entonces para abrir la mano de playas y de turismo en
general como manera desesperada de que no se nos fuera a escapar la gallina de los huevos de oro que,
por lo visto, nos pertenecía como derecho divino y que el malvado gobierno
central nos lo estaba secuestrando y llevándonos a la ruina, como si la
pandemia universal tuviera como único destino España. Hoy estamos sudando la
gota gorda para aplacar la segunda curva sin que nadie haya entonado el mea
culpa de habernos traído de nuevo a donde estamos, después de otros tres meses
de suplicio y de ruina que pudieron haberse evitado si hubiéramos aprendido
entonces y actuado en consecuencia.
Lo de
aprender se vendió en verano como algo al alcance de la mano, pero una vez que
la primera curva mordió el polvo y bastantes miles de muertos, sobre todo
abuelos, se instalaron definitivamente en los cementerios y en la
responsabilidad de nuestra ignorancia. Se nos cayó la venda que nos había hecho
creer que nuestra sanidad era sólida y competía con las mejores del mundo y nos
vimos de la noche a la mañana con los hospitales a rebosar de enfermos, con el
personal sanitario sin material adecuado y enfrentando una situación de
calamidad para la que no estábamos preparados. Íbamos a aprender entonces
porque las lagunas se habían manifestado en toda su crudeza. Pues ahora estamos
torciendo de nuevo una curva de contagios que ha llegado más alto que la
primera aunque, en honor a la verdad, con algo más de conocimiento y con varios
puntos menos de mortandad afortunadamente pero con el mismo nivel de arrogancia
para seguir enfrentando una situación que era y que sigue siendo desconocida,
si bien con algunos conocimientos que no teníamos al principio.
Si logramos
doblegar la segunda curva, cosa que parece probable, lo lógico sería que con
toda humildad pusiéramos en marcha los conocimientos que hemos obtenido de los
dos fracasos anteriores hasta ver si, por fin, terminan de llegar las ansiadas
vacunas, que ya se dejan ver en lontananza, y nos permiten volver a la
normalidad en la que nos hemos criado y de la que no parábamos de echar sapos y
culebras cuando la teníamos entre manos. Todo pinta a que la secuencia del
verano y su desmadre correspondiente puede aparecer de nuevo entre turrones y
peladillas navideños para iniciar una tercera ola, con lo que podríamos tener
una nueva demostración de lo cerriles que somos y de lo que nos cuesta ver dónde
está la piedra con la que tropezamos una y otra vez, en vez de sortearla
discretamente y darnos cuenta, por fin, que hay muchos caminos para sortear las
dificultades que esta vida nos presenta.
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