A día
de hoy, 45 millones de infectados en todo el mundo y 1200000 muertos. Hace unos
meses el virus se había centrado en América pero en este momento la capacidad
de infección está centrada en Europa de nuevo con una fuerza que supera los 50000
casos cada día. La letalidad no es tan alta por el momento como lo fue en marzo
pero ya supera con creces los 200000 muertos y el frío no ha hecho más que
empezar. La mayoría de los países europeos estaban razonablemente satisfechos
de la evolución de los contagios porque tenían unas cifras que, salvo España,
no superaban los 100/100000. Pero este mes de octubre la intensidad se ha dado
un vuelco y, aunque España sigue empeorando de las malas cifras que arrastraba,
el resto de los países han crecido de manera exponencial. Las medidas de
urgencia no se han hecho esperar. Se comenzó con los toques de queda, nomenclatura que España nunca se había atrevido a
proponer por las implicaciones bélicas que tradicionalmente traía aparejadas.
Hoy ya está perfectamente asumido y en cuestión de días hasta se ha quedado
obsoleto.
Entramos
en el mes de noviembre con el alma en un hilo porque los números nos asustan y
no paramos de mirar la curva que sube y sube con un nivel de infección superior
incluso a la de marzo, si bien la cifra de muertos no llega a tanto por el
momento. Ahora los ojos se vuelven a los hospitales porque empezamos a ver cómo
las disponibilidades se van llenando de enfermos de COVIT 19, lo que quiere decir que el resto de las enfermedades se
van quedando sin espacio para diagnósticos y tratamientos. Algo así pasó ya en
marzo y nos dimos cuenta de que las personas no sólo necesitaban cuidados para
la pandemia recién llegada sino que seguían enfermando de las enfermedades
tradicionales y no teníamos capacidad para hacer frente a tantas necesidades.
Durante todo el verano se ha venido insistiendo que necesitábamos reforzar
nuestra atención primaria y contratar grupos de rastreadores para que el virus
no se desmadrara pero los resultados han sido en general decepcionantes. La
euforia de la desescalada nos hizo pensar que todo había pasado y que la cosa
tampoco era para tanto.
Después
de haber dominado la primera curva las infecciones no han parado de subir, si
bien de manera más relajada en el tiempo. Los expertos seguían diciendo que era
en ese momento precisamente cuando había que aprender de nuestras lagunas
sanitarias, que habían quedado claramente al descubierto pese a lo que veníamos
pensando tradicionalmente, y dotarnos de suficiente personal que detectara los
focos de contagio y los siguiera paso a paso para que las cadenas nunca se nos
fueran de las manos. El resultado ha sido irregular. Así como ha habido
comunidades que se han esforzado en seguir las indicaciones y se ha visto que,
si los contagios se mantenían, el virus no ganaba terreno, tampoco han faltado
los gobernantes que han considerado que el 1% de la población no podían estar
tiranizando al 99% restante y que había que pensar en los problemas económicos
y sociales que la pandemia seguía dejando y dejar de insistir tanto en los
aspectos sanitarios.
Estamos en plena ebullición de la segunda ola, con España confinada en pleno fin de semana de todos los santos y pensando que hay que profundizar este confinamiento porque los hospitales están dando señales de agotamiento y las camas disponibles no pueden de nuevo emplearse sólo en los enfermos de COVIT, como si el resto de enfermos fueran menos importantes. Pues, aunque parezca imposible, todavía está Madrid, completamente sola y al margen de todos los acuerdos que semanalmente toman las comunidades autónomas con el gobierno central, inventándose confinamientos de fines de semana con el argumentos de que hay que abrir los establecimientos y no pensar sólo en la salud. Y se quedan tan panchos. Me recuerdan a aquel desfile militar en el que el corneta que iba en cabeza llevaba el paso distinto al resto y su madre, que lo miraba desde el público decía arrobada: Qué listo es mi hijo, el único que no lleva el paso cambiado.
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