Si no
fuera para llorar, daría risa. Estamos en plena segunda ola de la pandemia que
nos invade, que ya supera los 35 millones de infectados y que supera el millón
de muertos en todo el mundo. Con los conocimientos que hemos adquirido desde
que empezó en marzo, no podemos eliminar al virus pero somos capaces, con
unidad de criterio y un ingente esfuerzo, de articular mecanismos que nos
permiten convivir con él y justo en ese momento se nos desmadran las opiniones
encontradas, no sé quién nos cuenta por detrás de la oreja que es el momento de
dar el do de pecho para montarse definitivamente por encima del gobierno o de
la oposición, según quien lo mire, y en vez de aunar los esfuerzos para moderar
el ímpetu de la pandemia, que seguro que con esfuerzo tendríamos a nuestro
alcance, nos dedicamos, una vez más, a recordar a Goya en aquel cuadro en el que los dos hermanos se
golpean inmisericordes, dispuestos a destruirse por completo antes que cometer
la tropelía de ponerse de acuerdo. Mirado desde dentro, la situación sangra de
dolor aunque, si te alejas y lo miras desde fuera te da la risa tonta al darnos
cuenta de hasta qué nivel de delirio somos capaces de llegar.
España
no está bien en el nivel de infecciones, que ya superan las 800000 y, con
bastantes zonas, sobre todo el centro, con un nivel infeccioso que supera los
500/100000 cuando Alemania, por ejemplo, no supera los 50/100000. Somos uno de
los países más infectado del mundo aunque, en honor a la verdad, también hay
que decir que los niveles de peligrosidad de esta nueva ola no alcanzan, ni de
lejos, la que tuvimos entre marzo y mayo. No está claro si la razón es que el
virus ha perdido fuerza o sencillamente que las medidas que se han establecido,
con una creciente contestación, van haciendo su efecto y amortiguan en buena
parte el dramatismo y la gravedad de los miles de infectados. El nivel de
asintomáticos, alrededor del 50% y de infectados breves hace que la mortandad,
siempre dramática, haya descendido sustancialmente en comparación.
En la
primera ola el gobierno decretó un estado de alarma y un estricto confinamiento
de la población, lo que permitió pese a la fuerza mortífera de la pandemia, que
la curva de infección fuera doblegada y a los tres meses estábamos en unos
niveles asumibles de normalidad, si bien poco parecidos a lo que conocíamos de
siempre, pero suficientes como para que la vida volviera a mostrarse por las
calles. Lo que pasa es que el coste había sido duro y el gobierno tenía que
renovar el estado de alarma cada 15 días y se encontraba con una creciente
contestación parlamentaria. Se le acusaba duramente de comportamientos
dictatoriales por haber asumido el mando único. Con este estado de cosas, en
cuanto el gobierno pudo presentar una curva de infección suficientemente baja,
devolvió el control de la pandemia a las comunidades autónomas, que eran sus
legítimas depositarias y dio paso a la desescalada. La recomendación fue
hacerla despacio y con las debidas precauciones para no caer de nuevo en el
pozo del que con tanto esfuerzo se había salido.
Con la
desescalada se relajó el sistema de vida y salieron a la luz el resto de los
problemas que la pandemia traía en su cola: sociales y económicos, que
adquirían una dimensión desconocida hasta el momento. Y cada uno, con su mejor
criterio quiero pensar, se lanzó a revertir la situación como mejor supo,
olvidándose probablemente que la medida más eficaz no era la rapidez sino el
acuerdo de la empresa y la seguridad en los pasos que se fueran dando para, si
era posible, no tener que volver sobre lo andado. Se hablaba de la posibilidad
de nuevos brotes y puede que de una segunda ola, pero la euforia de la
desescalada en la mano probablemente nos llevó a creernos a salvo del bicho y
creo que pecamos de descoordinación y de
euforia prematura. Y hemos llegado a donde estamos. Hoy nos infectamos más que
al principio, si bien la gravedad no tiene punto de comparación. Pero seguimos
tirándonos los trastos a la cabeza como al principio y no quisiera pensar que
como siempre.
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