La
semana próxima será, salvo caso de fuerza mayor, el final del estado de alarma, aprobado a mediados
de marzo, como forma legal prevista en la Constitución para situaciones
parecidas a la que ha provocado el coronavirus. A partir del 22 de junio, lunes
rige la legislación normal y cada persona podrá ir y venir por todo el
territorio nacional sin limitación alguna. Esto no quiere decir que la pandemia
esté superada porque el virus sigue entre nosotros como podemos comprobar por
los repuntes localizados que están surgiendo en distintos puntos del país. Lo
que sí quiere decir es que la curva estadística que nos ha puesto en crisis de
manera alarmante desde marzo ha sido doblegada y que el país se atreve a entrar
en la nueva normalidad con la
conciencia de que ha salido de la primera embestida del virus pero alerta
porque el virus sigue actuando en el mundo y, entre nosotros incluso, de vez en
cuando deja salir su capacidad de infección y hasta de muerte. Los técnicos
dicen que parece que la fuerza infecciosa ha disminuido; como si el bicho fuera
consciente de que si quiere sobrevivir entre nosotros tiene que moderar su
capacidad de infección.
Cada
eslabón de libertad que se nos ha ido ofreciendo, la población lo ha tomado
como con furia, dejando de manifiesto que el efecto de la reclusión ha actuado
como una camisa de fuerza de la que nos libramos como si explosionáramos. Al
principio se propusieron sanciones a las personas que no siguieran las
indicaciones que se iban imponiendo, pero a medida que ha pasado el tiempo, la
propia administración, aunque en ningún momento ha eliminado las sanciones
porque siempre hay personas que se sienten por encima de los demás y piensan
que las normas no van con ellos, ha visto que la solución más eficaz no podía
estar en ese terreno sino que había que reclamar el compromiso de cada persona
como la mejor y última garantía de éxito en el cumplimiento de unas
obligaciones excepcionales que se alargaban en el tiempo y que en la
desescalada manifestaban la dificultad creciente sin el compromiso de todos.
En
todas las fases hemos ido viendo personas y pequeños grupos que se han saltado
la normativa y que la administración se habrá encargado de sancionar
convenientemente pero la inmensa mayoría del país está cumpliendo con lo
propuesto por el gobierno. Muchos hemos lamentado que la situación política se
ha colado demasiado en medio de la pandemia, enrareciendo el aire en un momento
en el que lo más urgente era y sigue siendo vencer al virus y volver cuanto
antes a la mayor normalidad posible. Ya se sabe que en una democracia hace
falta un juego de fuerzas que actúen en distintos frentes de gobierno y
oposición para que unas sirvan de contrapeso a las otras, pero en los momentos
más críticos han sobrado luchas políticas de corto alcance y han debido primar
los esfuerzos consensuados para salir del bache en el que el virus nos tenía
metidos hasta los ojos.
La
problemática de salud está pasando a segundo término porque la situación se ve
más o menos controlada, salvo repuntes infecciosos alarmantes que todavía no se
pueden descartar. Ahora emergen en toda su extensión las secuelas económicas y
sociales que la pandemia traía en su cola. Un país como España, cuya principal
industria era el turismo, cortado en seco durante tres meses. Veremos, desde el
uno de Julio que van a poder volver los turistas, cuanto se puede salvar este año
del inmenso destrozo por tanto tiempo de paralización. Las empresas que se han
quedado en el camino y cómo hay que hacer para poner el país en marcha de nuevo.
Las mejores previsiones apuntan a que nos va a costar dos años de recuperación
esta crisis que nadie esperaba. Podemos haber aprendido muchas cosas sobre la
fragilidad y sobre las dificultades imprevistas pero no tengo mucha seguridad
que las estemos aprendiendo. La vida siempre nos ofrece posibilidades de
aprender pero nuestros intereses miserables se ponen delante la mayor parte de
las veces.
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