Decíamos
la semana pasada que la división en fases no era más que una forma de que la
gente percibiera un proceso metodológico, porque básicamente los contenidos de
cada fase eran los mismos. Se trataba y se trata de evitar aglomeraciones de
personas, sobre todo en espacios cerrados: máximo de diez en la primera fase,
de quince en la segunda y de veinte en la tercera. Se sigue recomendando el
frecuente lavado de manos y la obligatoriedad de mascarillas en todo momento,
sobre todo en espacios cerrados, en transportes públicos y en lugares donde sea
difícil mantener la distancia de seguridad de dos metros más o menos. Esta
distancia de seguridad está quedando como verdadero producto estrella para
combatir esta pandemia. Es verdad que los contagios y las muertes ya han bajado
sustancialmente, pese a las complicaciones políticas surgidas por la recogida
de datos desde los distintos centros de poder, sobre todo cuando son de
distinto signo político. Las medidas relajan la vida y hacen posible que se
vuelvan a tomar las calles, los negocios y los lugares de ocio, con lo que la
vida va volviendo a tomar ritmo.
Toda
esta desescalada respondía a criterios estrictamente clínicos. La prioridad era
la salud y las medidas políticas se iban tomando en función de ella. Como es
cierto que la agudeza de la pandemia baja, sin abandonar del todo los criterios
clínicos, nos damos cuenta de que aparecen otros que hasta el momento estaban
agazapados bajo el paraguas de la salud pero que, ahora que la salud se eleva,
levantan su cabeza. España tiene una industria bandera, que es el turismo. Significa
el quince por ciento de toda su riqueza y que puso el marcador a cero el quince
de marzo y desde entonces no ha llegado ni un solo turista. Todo el servicio
que el año pasado se movilizó para atender a los más de 80 millones de
visitantes que llegaron se redujo a cero de la noche a la mañana y en cero
sigue hasta el momento.
Es una
presión demasiado fuerte y el gobierno se ha visto obligado a relajar las
medidas. Ya ha dado una fecha, 1 de julio, para dar por oficialmente doblegada
la pandemia y abrir la vía turística para naturales y extranjeros. Todos
sabemos que las cifras del año pasado
serán inalcanzables pero se trata, al menos, de salvar la temporada, el enorme
paro que lleva inactivo tres meses ya y que puede seguir así si no se va
abriendo la mano. En medio de tanta angustia colectiva se ha colado una medida
nueva en forma de derecho de la que se había venido hablando esporádicamente
pero que nadie se había atrevido a tomar hasta el momento: EL INGRESO MÍNIMO VITAL. Alrededor de un millón de las familias
más pobres, van a disponer de una cantidad modesta al mes, entre 500 y 1000
euros dependiendo de los miembros que la compongan, que se van a convertir en
un seguro de vida para los gastos más acuciantes. A grandes males, grandes
remedios. Seguramente si no hubiéramos llegado a este nivel de crisis, los técnicos
estarían todavía dándole vueltas al concepto hasta dilucidar si eran galgos o
podencos y las familias más vulnerables en colas cada día más largas para
conseguir comida como estamos viendo cada día.
Lo que
han dado en llamar NUEVA NORMALIDAD
empezará a regir el próximo 1 de julio pero ya vamos sabiendo que las
mascarillas han venido para quedarse y la distancia de seguridad también y esto
es completamente nuevo. Al parecer las dos medidas se necesitan hasta que
exista una vacuna contra el virus o alguno de los medicamentos se demuestre
eficaz. Ninguna de las dos cosas están a nuestro alcance en este momento a
pesar de las guerras entre las superpotencias, EEUU y China sobre todo,
anunciando a bombo y platillo que a la vuelta de la esquina sacan la esperada
vacuna, no porque sea verdad, que vaya usted a saber, sino para que el mundo
entero los mire y se entere de que uno de los dos van a desarrollar el discurso
hegemónico en el futuro inmediato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario