Después
de 98 días de estado de alarma, desde
anoche a las doce, coincidiendo casualmente con la entrada del verano, nos
encontramos por fin, con lo que el gobierno ha dado en llamar nueva normalidad. Ya hemos constatado
que no nos parecemos mucho a quienes y a lo que éramos antes del quince de
Marzo, cuando empezó este baile. Lo primero es que somos oficialmente 28000
españoles menos, lo cual es un pico. Pero más que los muertos en sí, la gente
lamenta que no ha podido acompañar a sus muertos hasta el último momento ni se
ha podido agrupar para despedirlos como de costumbre: los creyentes con su rito
religioso y los demás concentrando alrededor del muerto a los amigos y vecinos
que libremente hubieran querido. Este cambio de costumbres tradicionales es de
lo más referido por los que se les preguntan sobre lo que más le ha afectado de
la pandemia. Mientras nuestros rituales son los conocidos parece como si
nuestras alegrías y nuestros dolores se desenvolvieran en casa y supiéramos más
o menos, las dimensiones de cada acontecimiento.
Los
primeros días de la alarma, los
supermercados se quedaron desabastecidos por completo, sobre todo
sorprendentemente, de papel higiénico. El propio gobierno y la patronal de las grandes
cadenas salieron a los medios a insistir en que tranquilidad, que al día
siguiente las tiendas volverían a estar abastecidas como siempre y la gente fue
comprobando que era así. Tuvimos que aprender a guardar colas en la calle, cosa
que solo conocíamos en los que reclamaban ayudas caritativas, a guardar la
distancia de dos metros, la presencia de las mascarillas cuando su
abastecimiento fue posible, que no fue inmediato porque todos los países
estaban desabastecidos de estos materiales y hubo que batirse el cobre en
China, principal proveedor mundial hasta que las industrias nacionales se
pusieron las pilas, que tardaron poco pero que la espera se hizo eterna porque
los materiales se necesitaban en el momento. La guerra por conseguirlos antes
que los demás fue implacable y nada aleccionadora.
No fue
la única guerra la de los materiales. La de los números se estableció casi
desde el primer momento. Hablábamos de que era algo nuevo y desconocido, pero
eso era de boquilla porque lo que reclamábamos con más fuerza eran certezas del
tipo que fuera. Necesitábamos saber cuántos éramos los afectados, cuánto
tardaban en llegar los materiales, cómo estábamos con relación a los países de
nuestro entorno y quién se iba a hacer responsable de lo que nos estaba pasando.
Esta última responsabilidad era casi de cajón que iba a recaer sobre el
gobierno. En cierto modo porque era lo normal y en otro cierto modo porque la oposición pensó que era un buen momento para
apretar al gobierno y lograr derribarlo, sin poder garantizar una alternativa
viable. No lo han conseguido hasta el momento aunque no dejan de intentarlo
cada día, lo que quiere decir que el clima político se hace irrespirable. Como
si no tuviéramos bastante con la propia pandemia.
La
presencia del virus se manifiesta en focos de contagio, más o menos grandes,
pero localizados hasta el momento. Su foco principal ha girado y se encuentra
en América, quienes con más o menos acierto, se defienden del primer envite
como lo hicimos nosotros desde mediados de Marzo. Las lagunas de conocimiento
siguen en pie y en este momento ni existe una vacuna que pueda enfrentar la
capacidad infecciosa, ni un medicamento que permita aliviar los efectos del covit 19. La mayoría de los muertos
ahora no son nuestros sino de la otra zona del mundo. Es verdad que sabemos
algunas cosas que no sabíamos al principio, por ejemplo, que la mejor medicina
somos nosotros con nuestro aislamiento. Ha sido a fin de cuentas la barrera más
eficaz para contener la infección y hasta para doblegarla, por el momento. Pero
nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
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