En mi
infancia la noción de rutina estaba muy denostada porque nos pasábamos la vida
con ellas. En cada momento sabíamos lo que había que hacer y nuestro único
empeño consistía en saltárnoslas. Por supuesto la reprimenda llegaba de manera
inexorable. Muchos años después algunos somos capaces de recordar aquellas
reprimendas como parte de un folklore que nos termina por hacer reír aunque en
su momento la cosa tuviera poca gracia. Era un mundo mucho más pobre. En
bastantes momentos miserable en donde la supervivencia a todos los niveles era
el primer objetivo. Me consta que el mundo es muy grande y que lo que trato de
mostrar es sólo una ínfima parte. Cualquiera de otro lugar podría aparecer con
realidades muy distintas, pero cada uno es cada uno y esta es la mía. Con la
llegada de los años 60 del siglo pasado apareció el milagro español. Los pobres
se fueron al extranjero y los europeos descubrieron nuestro sol. Los que
permanecimos aquí descubrimos que las personas tienen un cuerpo con el que se
puede gozar hasta por el simple hecho de mostrarlo.
Toda
esa revolución que vemos ahora y que podemos hablar de ella pero que entonces,
cuando se estaba produciendo de verdad ni nos dábamos cuenta, ha tenido como
consecuencia que este país se ha convertido en parte del mundo desarrollado,
siempre en el furgón de cola naturalmente, y que hoy adolecemos de casi todos
los vicios del primer mundo pero de bastantes menos de sus beneficios,
sencillamente porque hemos alcanzado esa cota de bienestar pero a trancas y
barrancas, con la lengua fuera y, como quien dice, en el último momento. De
aquellas miserias de guardar nuestro carrito de cartón con la yunta de bueyes
para los Reyes del año que viene cuando apenas lo habíamos disfrutado dos o
tres días a que sea difícil que pase un día sin que aparezca un regalo por
algún sitio. Nuestra capacidad de sorpresa ha quedado embotada por acumulación.
Cuando
alguien me cuenta lo bueno que era el tiempo de antiguamente, echo la vista
atrás y me sonrío a la vez que constato que no quisiera volver por nada del
mundo. Lo que no quiere decir que todo lo antiguo fuera malo ni que todo lo
nuevo sea bueno. Lo mismo era un exceso tener que provocar diabluras para que
pasara lo emocionante que dejar de sorprendernos por nada porque vivimos en una
época en la que cada día pueden pasar sorpresas de todo tipo. En algún momento
he llegado a preguntar a un pequeño que qué comía a mediodía y me ha respondido
que tapillas. Yo soy el primero que
valoro la cultura de las tapas como un placer de esta tierra pero es evidente
que un pequeño debe comer comida a su hora, sentado cómodamente y usando el
tiempo necesario para saborear los alimentos. Me parece que hemos llegado a
cambiar los términos y se ha convertido en costumbre lo que debía ser excepcional
y viceversa. En esta latitud hemos asumido un tipo de vida como de nuevos ricos
que todo nos lo merecemos por nuestra bella cara o por nuestros euros.
Un
postre de flan o de tarta de queso pude ser una exquisitez, pero lo que no debe
faltar en ninguna dieta infantil normal tiene que ser una manzana cada día o un
plátano, ingerido apaciblemente delante de un plato, con tiempo suficiente de
por medio para que aprendamos a saborearlo. Yo recuerdo que siempre pensaba que
por qué yo no me podía comer nunca una fruta que no tuviera algún punto
podrido. Muchos años después entendí que en mi cada nos quedábamos con la fruta
que se iba a tirar porque había empezado a podrirse porque nos la vendían mucho más barata. Tenemos que
entender que los extremos no son deseables y que la calidad de vida no está en
tener muchas cosas sino en aprovechar la bondad de lo sencillo. Tendríamos que
hacer el pino con las orejas si hiciera falta porque los niños tomaran fruta
abundante a diario aunque hubiera que prescindir de algunos pasteles
riquísimos, sencillamente porque la fruta es vida y los pasteles pueden ser un
detalle para un día pero perjudican como alimento cotidiano.
Cuánta razón tienes, compi.
ResponderEliminarUn abrazo grandote.