¡Que
nadie se alarme! ¡No me he convertido de la noche a la mañana en un peligroso
seguidor de los apestados de la tierra! Sigo siendo un profesional de la
educación jubilado que, una semana más, se empeña en mantener en alto la
bandera de la educación de los más pequeños. Ni más ni menos que eso. Lo que
sucede es que el otro día leí que andaban por el mundo buscando
desesperadamente una tierra que los acoja unos setenta y cuatro millones de
personas y me ha dado por reunirlos en
mi cabeza y de pronto me he encontrado con un país, al que podríamos
llamar DESESPERACIÓN, casi dos veces
España, que un día abandonó lo que consideraba su hogar y que no sabe a dónde
ir porque nadie los quiere. Así por encima pienso que deben ser menores de
cinco años, que es en lo que se centra mi interés porque más lejos ya no me
alcanza la vista, del orden de veinte millones. Sé que todos conocemos esta
realidad, aunque sólo sea por la prensa, pero también sé que nos hemos
acostumbrado y entramos y salimos de ese conocimiento como si no fuera con
nosotros.
Se me ha
antojado pararme esta mañana, mira por dónde, en esta situación del mundo, del
mismo mundo que me alberga a mi y a mi país del primer mundo que más o menos tiene
garantizado cada día una casa para vivir y alimentos suficientes para
sustentarme. DESESPERACIÓN no está
localizado en un lugar concreto. Podríamos decir que es un poco de todos. Su
destino es huir y su verdadera patria el camino, literalmente, no como figura
poética. Sobreviven a todos los fríos y a todos los calores. Los que logran
dormir bajo techo lo hacen apenas con unas lonas o chapas y los que claudican a
los extremos de la vida, tiran la toalla y, sencillamente, se mueren. En teoría
todos pertenecemos a este país tan liviano y tan disperso porque en algún
momento hemos estado incluidos en sus garras. Si no nosotros personalmente,
nuestros padres o nuestros abuelos. Los periódicos de España daban ayer la
noticia de que un señor de 83 años recibió un sonajero, encontrado junto a los
restos de su madre, fusilada en la guerra civil española cuando él tenía nueve
meses.
DESESPERACIÓN es una patria en sí
misma. Habla todos los idiomas y para entenderse apenas necesita una sonrisa
que otra, no hay lengua más clara que una sonrisa, que un trozo de pan o que
una mano tendida y la conciencia de que todos somos personas que hemos llegado
a este mundo desnudos y solos y que así nos iremos un día de él. A partir de
ese mínimo vital ya empiezan los matices que aunque no sean más que particularidades no esenciales, nos llegan a
discriminar de tal manera que parece que pertenecemos a planetas distintos
cuando apenas nos separan unos kilómetro de distancia o unos años de historia
entre nuestros países. A los españoles nos tocó pertenecer a los parias de la
tierra a principios de 1939 y el sur de Francia vivió y nos hizo vivir el
suplicio del exilio. Muchos miles se terminaron quedando a vivir en aquel lugar
y sus alrededores y allí quedan todavía vestigios de nuestro idioma y de
nuestras costumbres en sus descendientes. Muy parecida fue en los 90 la
situación de los Balcanes y ahora se van recomponiendo lentamente las crueles
heridas que se abrieron durante aquellos años.
Pero
insisto en la universalidad de DESESPERACIÓN.
Lo mismo podemos verlo hoy en las fronteras de México con EEUU, que en las
de Venezuela con Colombia que en el estrecho de Gibraltar con África que en
Europa Oriental con Siria que, sin tener que salir de ningún país concreto, en
los arrabales de cualquier ciudad sin necesidad de guerras ni catástrofes. Y
digo yo: cómo llamamos a esos niños, qué escuela les ofrecemos, qué futuro les
espera, dónde se fundamentan sus sueños, en qué humanidad creen, en qué derecho
se justifican sus valores, en qué lengua les hablamos que no sea la del dolor y
la de la muerte, que ya la aprenden sin necesidad de profesores. Todas estas
reflexiones dando vueltas en esta mente calenturienta me han dejado esta mañana
sin más armas que mi voluntad de poner palabras y convertirme en el sencillo
sonajero que se llevó la madre a su fusilamiento y que ha llegado a manos de su
hijo 83 años después.
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