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domingo, 23 de junio de 2019

REFUGIADOS



         ¡Que nadie se alarme! ¡No me he convertido de la noche a la mañana en un peligroso seguidor de los apestados de la tierra! Sigo siendo un profesional de la educación jubilado que, una semana más, se empeña en mantener en alto la bandera de la educación de los más pequeños. Ni más ni menos que eso. Lo que sucede es que el otro día leí que andaban por el mundo buscando desesperadamente una tierra que los acoja unos setenta y cuatro millones de personas y me ha dado por reunirlos en  mi cabeza y de pronto me he encontrado con un país, al que podríamos llamar DESESPERACIÓN, casi dos veces España, que un día abandonó lo que consideraba su hogar y que no sabe a dónde ir porque nadie los quiere. Así por encima pienso que deben ser menores de cinco años, que es en lo que se centra mi interés porque más lejos ya no me alcanza la vista, del orden de veinte millones. Sé que todos conocemos esta realidad, aunque sólo sea por la prensa, pero también sé que nos hemos acostumbrado y entramos y salimos de ese conocimiento como si no fuera con nosotros.

         Se me ha antojado pararme esta mañana, mira por dónde, en esta situación del mundo, del mismo mundo que me alberga a mi y a mi país del primer mundo que más o menos tiene garantizado cada día una casa para vivir y alimentos suficientes para sustentarme. DESESPERACIÓN no está localizado en un lugar concreto. Podríamos decir que es un poco de todos. Su destino es huir y su verdadera patria el camino, literalmente, no como figura poética. Sobreviven a todos los fríos y a todos los calores. Los que logran dormir bajo techo lo hacen apenas con unas lonas o chapas y los que claudican a los extremos de la vida, tiran la toalla y, sencillamente, se mueren. En teoría todos pertenecemos a este país tan liviano y tan disperso porque en algún momento hemos estado incluidos en sus garras. Si no nosotros personalmente, nuestros padres o nuestros abuelos. Los periódicos de España daban ayer la noticia de que un señor de 83 años recibió un sonajero, encontrado junto a los restos de su madre, fusilada en la guerra civil española cuando él tenía nueve meses.

         DESESPERACIÓN es una patria en sí misma. Habla todos los idiomas y para entenderse apenas necesita una sonrisa que otra, no hay lengua más clara que una sonrisa, que un trozo de pan o que una mano tendida y la conciencia de que todos somos personas que hemos llegado a este mundo desnudos y solos y que así nos iremos un día de él. A partir de ese mínimo vital ya empiezan los matices que aunque no sean más que  particularidades no esenciales, nos llegan a discriminar de tal manera que parece que pertenecemos a planetas distintos cuando apenas nos separan unos kilómetro de distancia o unos años de historia entre nuestros países. A los españoles nos tocó pertenecer a los parias de la tierra a principios de 1939 y el sur de Francia vivió y nos hizo vivir el suplicio del exilio. Muchos miles se terminaron quedando a vivir en aquel lugar y sus alrededores y allí quedan todavía vestigios de nuestro idioma y de nuestras costumbres en sus descendientes. Muy parecida fue en los 90 la situación de los Balcanes y ahora se van recomponiendo lentamente las crueles heridas que se abrieron durante aquellos años.

         Pero insisto en la universalidad de DESESPERACIÓN. Lo mismo podemos verlo hoy en las fronteras de México con EEUU, que en las de Venezuela con Colombia que en el estrecho de Gibraltar con África que en Europa Oriental con Siria que, sin tener que salir de ningún país concreto, en los arrabales de cualquier ciudad sin necesidad de guerras ni catástrofes. Y digo yo: cómo llamamos a esos niños, qué escuela les ofrecemos, qué futuro les espera, dónde se fundamentan sus sueños, en qué humanidad creen, en qué derecho se justifican sus valores, en qué lengua les hablamos que no sea la del dolor y la de la muerte, que ya la aprenden sin necesidad de profesores. Todas estas reflexiones dando vueltas en esta mente calenturienta me han dejado esta mañana sin más armas que mi voluntad de poner palabras y convertirme en el sencillo sonajero que se llevó la madre a su fusilamiento y que ha llegado a manos de su hijo 83 años después.


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