En la
ansiada búsqueda de la confrontación política, que no cesa, el contexto en el
que nos desenvolvemos, Europa, se está encargando de imponernos cauces de
convivencia que solos no hubiéramos soñado. Sin pretender demasiada exactitud
hace como un mes se nos impuso la idea del toque
de queda como un elemento que ayudaría a mitigar esta pandemia que los
invade. En España estos términos militaristas no habían cabido jamás. Ha bastado
que varios países europeos los hayan hecho suyos y este es el momento en que el
toque de queda entra y sale por nuestras calles como Pedro por su casa.
Estuvimos a punto de liarla a cuenta de si salvábamos la salud o la navidad. Ha
bastado que algunos países que hasta el momento habían tenido buenos datos suban
en la curva de contaminaciones de unos días acá para que ya no haya caso. Nos
hemos vuelto de la noche a la mañana defensores implacables de la salud y
estamos dispuestos a descafeinar nuestras profundas esencias religiosas y
acotar la festividad al mínimo con tal de mantener a raya al bicho.
Hasta
la llegada de la vacuna se convirtió en posible motivo de discordia porque
alguien sugirió el siete de enero como día para empezar las vacunaciones y eso
se convertía en una posibilidad de reivindicar el cuatro y, si no, pues guerra
al canto. En medio ha vuelto a entrar Europa, nuestra madre, nuestro mar de la
tranquilidad, nuestro líquido casi infinito en el que con facilidad nos
diluimos y nos ha dejado con la boca abierta y con nuestros deseos de grito en
los labios porque ha logrado adelantar la entrega de las primeras vacunas un
par de semanas y nuestra furia de arañarnos se ha visto frustrada ante la
cortante orden de que va a ser el día veintisiete de diciembre cuando empiecen los
primeros pinchazos. Hay más de uno y más de dos que se están quedando
demasiadas veces con la boca abierta y con los gritos en la punta de la lengua
sin terminar de materializarse. Claro que a falta de argumentos siempre se
puede aprovechar las casi lágrimas de Merkel para concluir que nuestro presi no
suelta ni una porque es un frívolo, que es lo que es.
De
modo y manera que se nos van disolviendo los motivos de enfrentamiento como
azucarillos. Ni todo el aparataje navideño, con lo que eso ha significado
tradicionalmente para este país, ha sido motivo suficiente para enfrentarnos.
Es más, a medida que van pasando días sin que las chispas de la discordia
salten desde los asientos del Congreso de los Diputados, hay un peligro real de
que muchos nos vayamos acostumbrados a ese vicio implacable de la convivencia y
nos alejemos inexorablemente del insulto y de discrepar por el gusto de
discrepar. Camino peligroso que nos puede llevar, a poco que nos descuidemos, a
ver cómo pasa el tiempo sin que vuelen las diatribas y puedan verse los
primeros asomos de acuerdos sin que nadie sienta la imperiosa necesidad de
poner el grito en el cielo. Igual cualquier día nos encontramos con que se han
renovado los órganos de gobierno de los jueces, sencillamente porque su mandato
lleva cumplido más de dos años y ya va siendo hora de cumplir con las normas
establecidas en nuestra Constitución, esa que tanto nos llenamos la boca de que
todo el mundo cumpla, en vez de empezar a dar ejemplo cumpliéndola nosotros.
Total, que a pesar de que no cesamos de buscar con denuedo motivos de disputa, van pasando los días y somos capaces de que, a la vuelta de la esquina, se nos hayan pasado las navidades sin haber lanzado un buen dardo al de enfrente. Igual tiene que ver todo aquello del tiempo de paz que tanto se ha cantado y el que millones de personas han insistido en creer aunque los argumentos que lo abalen no siempre se han podido ver. Y es verdad que los conflictos locales no han cesado, que las caravanas de refugiados siguen deambulando de un sitio a otro sin que nadie los quiera y que la pobreza se extiende por las esquinas, mientras seguimos intentando encontrar motivos de discordia, bien agrandando los que tenemos o, sencillamente, inventando bulos por aquí y por allá, aprovechando que internet nos lo pone fácil.
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