En
este largo confinamiento por el covit 19
algunos venimos reclamando desde el principio un tratamiento más abierto para
los niños. Le semana pasada los llegué a comparar por pura desesperación con
las mascotas y sugerí, incluso, que si lo que los diferenciaba era un collar,
se podría pensar antes que verlos en la casa encerrados tantos días cuando a
ellos, en realidad esta pandemia ni les va ni les viene. Hoy me alegra, es un
decir, que a partir de mañana vamos a poder ver a menores de 12 años por la
calle, bien es verdad que junto a un adulto y sólo para los asuntos
establecidos: pasear a las mascotas, comprar el pan o ir al supermercado. Me
alegro por todos: ellos porque algo de aire libre van a poder ingerir y el
resto porque se nos va a poner una cara más humana y más sensible con los más
pequeños. No quiero insistir de nuevo en las consecuencias de tan largo alcance
por causa de tanto encierro que no entienden y que es contrario a las leyes
universales de desarrollo de las personas. Espero y deseo que sea el comienzo
de una serie de relajaciones que nos permitan de nuevo gozar de la vida en
directo.
Podría
haber concluido el párrafo con la vuelta a la normalidad pero me he retenido a
conciencia porque tenemos que saber que este asunto de la normalidad nunca ha
significado muchas cosas en concreto pero me temo que a partir de nuestra
vuelta a la calle va a significar muchas menos. El otro día mi hija Alba me
mandó una rama de celindo florecido
porque sabe que su olor es uno de mis delirios desde hace mil años y sólo
florece unos días al año, en esta época. Sin embriagarme varias veces de esa fragancia
insólita y celestial este año sé que no soy el mismo. Tengo uno a cien metros
de mi casa, en plena calle, que me ha surtido de olor estos diez últimos años.
Ya en la salida de la ciudad, ese bofetón de amarillo de los jaramagos que son los reyes de los
campos en barbecho y de los bordes de todos los caminos también me faltan. Son
como piezas de mi vida de las que tengo que prescindir por causa del virus y
que no se lo voy a perdonar nunca porque me va a hacer un poco más extraño en
esta vida.
Podría
continuar con otras cosas y aspectos de valor que este año hay que dejar de
lado y seguiremos viviendo, aunque ya no seremos los mismos. Por mi pasión de
lector no añoro la soledad física. La lectura me permite vivir miles de vidas
con la imaginación pero sí me falta la presencia de los míos. En mi familia
nunca hemos sido muy zalameros, más bien con espacio suficiente como para que
cada uno se mueva con holgura pero sí nos hemos mirado y nos hemos sentido
cerca y ahora eso sólo nos es permitido a través del móvil o del ordenador y,
francamente, no es lo mismo. Cuando me conecto con mi hijo mayor Nino, su hija
África no para de dar la vara metiéndose en la imagen para ocupar la pantalla,
esa que ocupa con normalidad con sus juegos cuando viene de visita en
condiciones normales. Cuando mi Elvira, la menor, duerme en mi casa nos
instalamos de manera natural en distintas dependencias de la casa y nos pasamos
las horas muertas, ella con sus estudios y yo con mis lecturas, ambos
conscientes de la presencia del otro.
Aparte
de alegrarme de que los más pequeños puedan ver la luz un poco a partir de
mañana y de mencionar algunas secuencias de mi normalidad, cada uno tendrá la
suya, las comento consciente de que va a pasar mucho tiempo para volver a vivir
secuencias como esas. No sé si lo que llega va a ser mejor que lo que hemos
dejado atrás pero hoy no me imagino cómo va a ser un mundo en el que no pueda
tocar a las personas, susurrarles al oído, abrazarnos y sentirnos uno cada vez
que nos apetezca. Es posible que algún día podamos recuperar alguno de los
gestos que comento pero parece que va a pasar bastante tiempo durante el que no
vamos a poder ni vernos las caras. Esto no es ni más ni menos que un mundo que
no conocemos. Los más jóvenes puede que se adapten porque ese va a ser el suyo
pero algunos ya con una edad, creo que nos vamos a sentir extraños, sin fuerza
ni ganas para tanta distancia.
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