La
vida no vale nada o tiene una valor ilimitado, según en el país en que se
nazca. Tenemos ejemplos hasta reventar. El de los pobres apenas cubre unos
renglones y en ellos caben millones. Sus vidas son apenas un milagro. Pueden
caer en el Mediterráneo y allí se quedan durmiendo para siempre bajo sus aguas
o se convierten en carne de cañón si pertenecen a uno de los muchos países en
guerra, de estos que no salen en los telediarios o sólo cubren unos segundos y con
unas frases, así por encima, se resuelve la noticia o son carne de portada y
nos mantienen con el alma en un hilo, ocupando horas y horas de programación
para concluir con un fin trágico, previsible desde el primer momento, después
de haber vendido horas y horas de anuncios durante las noticias, copando
tertulias con argumentos peregrinos en medio de una feria extraña que uno no
termina de encajar en otra lógica que no sea la del mercado puro y duro. Con
los casos como el de Julen, bien reciente, al parecer vamos comiendo.
Los
que militamos desde siempre contra los excesos expositivos gratuitos de los
menores llegamos en muchos momentos a dudar de esa férrea guardia que ejercemos
para evitar tentaciones que nos rozan en muchas ocasiones. Uno es de carne y
hueso y cuando ves por muchos lugares la falta de escrúpulos y la facilidad con
que se comercia y se vive de los pequeños, en realidad parece como si uno
estuviera en otro planeta. Mi hija Elvira, que en estos días va a cumplir 19
años, recuerda que en sus primera infancia tuvo que escuchar en referencias a
su persona más de una propuesta en la hubiera podido exponerse públicamente con
determinadas destrezas que se descafeínan bajo el epígrafe de superdotación. En
estos tiempos salen pequeños superdotados por todos los rincones. Ella misma se
interroga sobre lo que hubiera podido ser si su familia se hubiera deslizado por
el camino de las concesiones, por otra parte tan cercanas.
Me
parece memorable, como vimos hace unos días, que un pequeño, que nació con el corazón fuera de su cuerpo,
fuera sometido a una serie de operaciones hasta lograr mantenerlo con vida y
con su corazón en su lugar. O la detección de malformaciones de un bebé en el
propio vientre de su madre y operarlo allí mismo con técnicas muy avanzadas
hasta lograr que siguiera creciendo libre de anomalías y que terminara naciendo
en su momento con toda normalidad. En esos momentos uno puede hasta sentirse
orgulloso de pertenecer a un mundo que es capaz de responder a semejantes
retos. Lo que pasa es que cuando al mismo tiempo se nos ofrecen situaciones en
las que constatamos que hay vidas que no valen nada y que se pierden en
cualquier bombardeo sin que nadie haga nada para pararlo o en medio del mar,
sencillamente porque vienen en brazos de sus madres, dónde están, por cierto,
sus padres, buscando un mundo mejor, en esos momentos uno se queda paralizado y
no puede entender tanta diferencia de trato entre personas nacidas en el mismo
siglo.
Al
final lo que sucede es que valemos o no valemos según donde hayamos nacido. No
sólo cuenta el país que nos acoge sino nuestras propias familias, si se da el
caso tan frecuente de que no soporten la idea de que somos personas normales
que deben ser respetadas en sus manifestaciones y en su evolución. Robarle a
cualquiera su infancia, sea por la causa que sea, eso no hay modo de
resarcirlo. Al final lo que vamos consiguiendo es hacer monstruos que podrán
lamentarse siempre de lo que podrían haber sido si se les hubiera permitido
vivir su vida en paz. Yo no sé cómo se puede, por ejemplo, justificar la música
de Mozart y de su hermana, a la que casi nunca se menciona cuando iban juntos,
si hemos de verlos como lo que fueron durante su infancia: monstruos de circo
como la mujer barbuda, que entraban y salían de las casas de los nobles,
ofreciendo sus insólitas capacidades interpretativas, pero dejando de vivir sus
infancias en paz mientras su padre Leopoldo se ganaba la vida a costa de la
explotación de sus hijos.
La desigualdad, al poder
ResponderEliminarLa desigualdad, padre y madre de ninguna virtud
Es completamente claro pero seguimos sin querer leer lo que sabemos que está escrito. Un beso
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