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domingo, 26 de mayo de 2024

EJEMPLO


         Mi generación ha vivido tiempos muy diversos. Cuando murió el dictador, 1975, yo tenía 29 años, casado y mi primer hijo, Nino, había cumplido 3. De Alba o de Elvira…, ni hablamos. La primera ya estaba de camino por entonces y vio la luz en junio del año siguiente, mientras que Elvira tendría que esperar una nueva madre y 24 años, a que llegara un nuevo siglo, para conocer la luz del día. Me crié, por tanto con el sueño de la normalidad y ya era padre de familia cuando pude sentirme ciudadano del mundo. Cuando España dejó de ser diferente, como entonces llegó a decirse, el horizonte se tornó luminoso, expectante, con futuro lejano, pero de promesa cierta. Una segunda vida, después de haber dejado atrás un mundo de oscuridades, de miedos y de incertidumbres que sabíamos que tendría fin, pero que no terminaba de acabar. Quizá es así cómo se materializan los  cambios: viendo cómo el pasado se aleja y el futuro se acerca inevitable.



         Una vez materializado el intento de golpe de estado en febrero de 1981, la apabullante victoria del Partido Socialista con 202 diputados, entramos en un llano de casi 14 años en los que se fueron materializando  una serie de cambios que, cuando la derecha asumió de nuevo el poder en 1996, España ya había cambiado, no diré que para siempre porque la experiencia ratifica que nada es para siempre, pero sí supuso una vivencia nueva ver cómo volvían a gobernar los de entonces, pero no por miles de muertos de una sangrienta guerra civil, sino por el recuento de las urnas que les daban una legitimidad que nunca habían tenido. Eso era la normalidad y nos llegaba a nosotros también. Felipe González fue el que encabezó el cambio en 1981 y el que tuvo que ceder el gobierno pacíficamente, una vez que José María Aznar lo superó por 300000 en 1996. Sé que nada fue tan sencillo como lo cuento y que todo estuvo embadurnado de vergüenzas, de zancadillas y de juego sucio que hemos ido conociendo con  el correr de los años, pero también hemos ido aprendiendo que lo que llamábamos normalidad tampoco era tan limpio como soñábamos.



         Hoy, con más de 40 años de alternancias a la espalda, hemos vivido alternativas de muy diversa índole. Conocimos la vuelta de la izquierda al poder, después del baño de sangre que supuso el atentado de Atocha con casi 200 muertos y sin que nadie se haya hecho responsable políticamente, una vez que la investigación y el juicio ha terminado y los responsables judiciales están cumpliendo sus condenas y los que sobrevivieron al atentado suicida en el que se inmolaron la mayoría de los autores materiales. La normalidad se llama embarramiento y relaciones enfangadas. Como no somos incautos, sabemos que los políticos no son distintos al conjunto de la sociedad en la que viven. Que no hay milagros por más que nuestra ingenua ignorancia así lo quiera creer. Que hemos alcanzado una convivencia escabrosa porque incluye en su contenido las grandezas y las miserias de las que todos formamos parte.



         Esta misma mañana Madrid se estará llenando de manifestantes que quieren llenar la calle de protesta contra la acción del gobierno, una vez que ven pasar el tiempo y no consiguen alcanzar el poder, ni siquiera ganando las elecciones, sencillamente porque, según las normas que nos hemos dado, no solo hay que ganar las elecciones sino que ha de ser el parlamento el que ha de ponerse de acuerdo y conseguir una mayoría absoluta de 176 la que sea capaz de responsabilizarse de la acción de gobierno. En unos días terminaremos una serie de elecciones concatenadas: Galicia, País Vasco, Cataluña y Europa, que venimos arrastrando desde hace varios meses y que están dificultando la capacidad legislativa de la mayoría parlamentaria, aparte del permanente hostigamiento de la oposición,  que no termina de asumir los resultados de las últimas elecciones de julio de 2023, que les dieron la victoria en votos, pero que no les permitieron configurar una suficiente mayoría parlamentaria para gobernar.  



domingo, 19 de mayo de 2024

CUMPLEAÑOS


         En estos días se cumplen 20 años del matrimonio del entonces príncipe Felipe con la periodista Leticia Ortiz. Los monárquicos recalcitrantes levantaron, el grito de protesta, no porque la legítima heredera no fuera la hija mayor del rey Juan Carlos I y sus derechos pasaran, sin apenas contestación interna, al menor de sus tres hijos, por el simple hecho de ser el primer varón. Hoy, que aquel príncipe ya reina como Felipe VI, con la mayoría de edad de  la mayor de sus dos hijas, no se ha producido una significativa contestación por haber descargado en su persona los derechos de sucesión y toda la preparación correspondiente para ser proclamada en el Parlamento Princesa de Asturias y futura reina en el momento en que se produzca la sucesión al trono que hoy ostenta su padre. Las incongruencias en la aplicación de las normas dinásticas se han estirado como un chicle para excluir hace unos años a las dos hermanas mayores del actual rey, así como para legitimar a su hija Leonor como futura reina.



         Cuando se aprobó la Constitución en 1978, se incluyó a Juan Carlos de Borbón como legítimo rey de España sin consulta alguna al pueblo español, sencillamente porque el dictador Francisco Franco así lo había querido. Hoy sabemos que aquella consulta no se produjo porque las encuestas parecían arrojar un resultado favorable a la causa republicana.  Se alcanzó un punto intermedio definiendo nuestra forma del estado como Monarquía Parlamentaria, fundamentada en una Constitución consensuada por las distintas tendencias políticas en vigor y aprobada en un referéndum por el pueblo español. Esa estructura rige desde entonces y los que no somos monárquicos, ni lo hemos sido en ningún momento, hemos venido transigiendo con la Monarquía, por el hecho de fundamentarse en una Constitución como soporte legal y en el Parlamento como depositario de la soberanía popular. El rey queda como figura representativa, sin competencias de gobierno.



         Nuestro caso se parece a otras tantas monarquías europeas  similares, recuerdos de situaciones históricas que solo se justifican siempre que se fundamenten en constituciones que deben ser asumidas por los reyes correspondientes, quedando las formas de estado como resquicios de una historia que tiende a desaparecer en el futuro. Las diferencias entre una monarquía o una república a día de hoy no es más que la elección o no de su jefe de estado. Es evidente que no es idéntico un estado monárquico que uno republicano, pero es posible que no merezca la pena un conflicto interno a gran escala para dirimir la forma de estado, desde el momento en que las constituciones fundamentan los distintos poderes y las labores de representación tienden a desaparecer con el paso de la historia. En el caso de España tenemos un rey que tuvo que abdicar en su momento e instalar su domicilio fuera de España, en Dubai, porque cuando se quisieron airear sus comportamientos como rey de España se descubrieron comportamientos personales y contables muy alejados  de los previstos en la Constitución para la figura del rey.



         Estoy seguro que cualquier institución mantiene zonas de sombra,  pendientes de sacar a la luz en un momento determinado o, como en nuestro caso, cubiertas con un tupido velo para que no lleguemos a enterarnos con claridad de los manejos y comportamientos inadecuados del anterior monarca, que sólo han sido posibles a lo largo de su amplio reinado por la vista gorda que unos y otros hemos ido proyectando sobre su función y ahora, en los últimos años de su vida, hemos tenido que encontrar para él un espacio en el mundo capaz de ocultar sus abusos personales y ponerle un avión a su servicio para que vaya y venga cuando quiera, siempre que permanezca fuera del alcance de la Hacienda española a la cual, si permaneciera en España, tendría que responder como cualquier hijo de vecino, una vez que todas las inmunidades que usó y abusó mientras ostentó el cargo de rey, hayan pasado a mejor vida.    


         

domingo, 12 de mayo de 2024

AGUA DE MAYO


         Esto me viene como agua de mayo. Sólo decirlo ya da gusto. No tiene un significado concreto pero se centra  en algo que estaría muy bien que nos pasara. Tan bien, tan bien que no nos atrevemos ni a pensarlo por temor a que el simple hecho de formularlo, sea suficiente para que no suceda porque, a estas alturas del año, ya no es fácil. Pero si pasa, y la semana que empieza parece que  puede pasar, los efectos pueden ser como un rico postre meteorológico, que nos ha sacado de la angustiosa sequía y que nos puede acercar al  verano con unas últimas gotas de humedad completamente beneficiosas para los cultivos plantados y para los que quedan por plantar. No se da la certeza de que la lluvia aparezca. Por ahora, sólo se garantiza una significativa bajada de temperaturas, que ya es  algo. Todo lo que signifique  bajar de los 30º, a los que casi llegamos en febrero, es apuntar un acercamiento al verano en condiciones muy beneficiosas. Aunque sólo fuera que las últimas aguas del año hidrológico frenaran los fuegos veraniegos, que seguro que vendrán, ya sería un aporte significativo. Con esa esperanza saludamos a mayo con buena cara.



         En Cataluña, una de las zonas más pobladas, a estas horas ya estarán  empezando a votar porque tienen que renovar su parlamento  y su gobierno. Las previsiones apuntan que hay mucho indeciso y que  los resultados pueden ser endiablados para fraguar las mayorías que sustenten el posible gobierno. Hay quien apunta, incluso, que no se logre conjugar un gobierno y haya que repetir elecciones. Sería un fracaso que hubiera que llegar a eso. Los ciudadanos no tienen por qué votar lo que esperan los políticos para facilitarles los pactos finales que les convienen. Echan  sus  votos en las urnas como estiman oportuno y los resultados, una vez recontados son su voluntad soberana, con la que los representantes deben hacer su trabajo y fraguar las mayorías que garanticen la gobernabilidad los próximos años.


         La posibilidad de tener que ir a nuevas elecciones significaría un fracaso de los representa

ntes recientemente elegidos, que intentarían enmendar la plana a los electores porque no habrían votado bien. Sería una barbaridad. Cataluña alberga una complejidad de población, probablemente la más alta de España y los resultados electorales deben estar en relación con esa complejidad. Cualquier intento de modificar esos resultados significaría ofrecer una Cataluña que no es la de verdad. Esa complejidad es el fundamento de su diversidad de población y con ello hay que contar. Cuando esta tarde se cierren las urnas, los recuentos dirán cuál ha sido la voluntad de sus ciudadanos y, necesariamente, tendrá un nivel de complejidad como el de la gente que la habita. El reto no pude ser que se repitan las elecciones hasta que los resultados sean los que les vengan bien a los políticos, sino que los elegidos se sienten y traduzcan la voluntad que haya aparecido en las urnas, en las combinaciones pertinentes y en el gobierno que disponga de la mayoría necesaria.


         Hemos tenido una primavera que nos ha traído agua, que tanto necesitábamos y elecciones: euscadi en abril, Cataluña, ahora en mayo y el ciclo terminará en junio, con las elecciones europeas, en las que tenemos que elegir los representantes en el parlamento de Bruselas, de las distintas fuerzas que se presentan para ser elegidas. Según las previsiones del agua de mayo, tendríamos que alegrarnos de tantas elecciones, lo que significa que la voluntad popular se está manifestando con frecuencia y cuyos resultados, una y otra vez nos están diciendo quienes son los que obtienen el respaldo mayoritario de quienes votan. Ese es el sentido de la democracia y debería llenarnos de orgullo que nuestro país se consolidara, cada día más, bajo esa fórmula de gobierno. Vivimos en un clima de exaltación política y de tensión en las relaciones que no responden a la normalidad que vive la calle, mucho más madura que sus representantes, más inquietos por los tropiezos de cada día y lejos de las visiones de largo alcance.     



              

domingo, 5 de mayo de 2024

PUENTES

          Así, a bote pronto, se me vienen a la mente un par de puentes al año: el 6 de diciembre se conmemora la Constitución y es fiesta civil. Pero apenas salimos de ella y se nos echa encima el día 8, fiesta religiosa de la Inmaculada. Ya sé que diciembre queda lejos pero me viene a cuento porque hoy termina un segundo puente que empezó el miércoles con el 1 de Mayo, fiesta universal del Trabajo, también de carácter civil y continúa con el día 3, viernes, con las Cruces, de carácter religioso, que, además se une con el fin de semana, que hoy, por fin,  cumple. Total, 5 días de farra y alegría que ha debido dar fin a cualquier tonel de cerveza, vino o similar que tuviera material alcohólico previsto para celebrar tan magno acontecimiento. Estará digno de ver que mañana alguien vaya echando un vistazo a quienes estén llegando a su trabajo con las caras demacradas y rijosas, después del atracón de tanto día de desenfreno. Este final no suele ser tan manifiesto en el puente de diciembre. Quizá tenga algo que ver la primavera.



         En mis tiempos de estudiante el 3 de mayo no era fiesta pero sobre las tres de la tarde nos tirábamos a la calle, en mi caso desde la Cuesta del Chapiz hacia el Albaicín y en cuanto alcanzábamos la Iglesia del Salvador y la plaza Aliatar, ya no había quien anduviera. Se flotaba y era la misma muchedumbre la encargada de dirigir el cortejo, que se hacía completamente irrespirable si lograbas alcanzar, por ejemplo, al Arco de las Pesas, para salir de Plaza Larga. En los años sucesivos el bullicio se fue ampliando y la ciudad al completo se fue convirtiendo en remolinos de gente alrededor de las Cruces, a las que ninguna les faltaba su mostrador correspondiente para dar cuenta de todo el alcohol pasado, presente y futuro. Lo que en origen era “una limosnica pa la Santa Cruz”, ya hace tiempo que quedó en historia y se ha convertido en borracheras a tutiplén, como si el mundo se fuera a acabar de un momento a otro. Reconozco que hace ya años que me he borrado de semejante aliño y sólo hablo de oídas. O sea escuchando los cantos o bocinazos de quienes pasan más o menos mamados, comino de su casa, si es que logran orientarse.



         No sé si en otros países conocerán este indecente arte de los puentes laborales, que no son, a fin de cuentas, más que subterfugios para encontrar maneras de hacer pasar un  día de trabajo, meterlo entre dos festivos y que no contabilice como laborable. Cuando se tiene un nivel de cumplimiento laboral sin gusto alguno, cosa que nunca ha sido mi caso, se puede comprender que uno intente encontrar por los rincones modos y maneras de escurrir el bulto y encontrar fiestas o similares hasta debajo de las piedras. Nunca logré entender por qué razón hay que justificar un puente laboral para estirar todo lo posible el desmadre, más o menos justificado por el alcohol y sus efectos, si no es por la larvada excusa de esconder la angustia de la esclavitud laboral y sustituirla por cualquier exceso que corresponda. A estas alturas se encuentra estructurado lo que significa el subterfugio de cualquier puente, aunque yo sólo he mencionado los dos que primero se me han venido a la cabeza, seguramente porque pueden ser los más largos.



         La posibilidad de que aprendamos a gozar de la vida disponiendo de profesiones que nos gratifiquen me parece completamente loable y lo defiendo con los ojos cerrados, pero que sea necesario hacernos los tontos y pasar de largo algún que otro día laboral por la cara, como si nadie fuera capaz de contar los días que debemos cumplir con el trabajo o los de disfrutar de un gozoso descanso que nos permita utilizar la vida  para el placer y la cultura. Desde luego, el espectáculo que baños de alcohol cada vez que se nos presenta un respiro en nuestro tiempo de trabajo no me parece un desahogo aceptable. Algún día, espero que pronto porque la prisa me come, lograremos pararnos y mirar a la cara al alcohol y sus efectos y decirnos unas cuantas verdades. Todavía estamos con el tabaquismo, después de la guerra que emprendimos hace unos años. Pero las borracheras pasan y cruzan delante de nosotros, como si tal cosa.