Ayer, a eso de las 5´30
de la mañana, como siempre, me coloqué frente al ordenador, dispuesto a meterme
entre pecho y espalda, el libro correspondiente, de la larga lista que tengo
pendientes habitualmente, en número de 20, más o menos. Como el ordenador no
duerme, sino que sólo reposa yéndose a negro mientras yo concluyo el sueño, con
la misma seguridad que cada mañana, pulso la tecla correspondiente en una burda
imitación del ¡Hágase la luz! pero
la luz se hizo indicándome que había un error. En el mismo instante se me
cayeron los palos del sombrajo y me encontré de frágil náufrago en medio del
ancho y cotidiano mar de la electrónica. Probé en los minutos siguientes el
incipiente tanteo de teclas, seguro por completo de que me movía, no entre la
duda sino en la casi completa ignorancia y sólo de chiripa podría lograr la
normalidad tan deseada. Rápidamente me convencí de que no había tutía y que el
habitual territorio hostil en el que me movía me demostraba, una vez más, que
la solución que buscaba se encontraba fuera de mi alcance.
Apenas
iniciábamos una fiesta de tres días, un inmenso lago de inanición, antes de
poder consultar la avería con Fran, mi vecino técnico en estas máquinas, del
que estaba seguro de obtener la solución, ya que mi ignorancia sobre la materia
en conflicto se encontraba completamente fuera de mi alcance y seguir mis
tanteos me abocaban a complicar más la avería manifiesta. Desde las 5´30 de la
mañana hasta las 4 de la tarde me llegó la solución de manos de Benja, el
compañero de mi hija Elvira, que probó a base de tanteos pero con un nivel de
conocimientos bastante superior al mío, lo que hubiera podido ser cruzar un
inmenso desierto de lectura de tres días imposibles más una falta impepinable
con mis amigos lectores de mi humilde Blog al que no he faltado hasta el
momento ni una sola vez en sus 16 años de vida, sencillamente me llenaron de
desolación, si bien no supuso novedad alguna porque soy muy consciente de mis
limitaciones con este medio al que he entregado mi energía desde 1994.
Cuando
volví a ver la pantalla encenderse de nuevo con las imágenes habituales a las
que accedo cuando tecleo reiniciar,
cada vez que lo preciso, volví en mí, consciente de mi pequeñez para este medio
y mi dependencia ante cualquier incidencia que se me atraviese en el camino.
Rápidamente recordé el día del apagón, de hace unos meses, que en unos minutos
tuvimos que adaptarnos todos a un mundo de oscuridad ilimitada, una vez que nos
convencimos de que no sabíamos la dimensión de lo que nos había llenado, ni
cuando nuestro mundo conocido volvería a estar a nuestro alcance. En ambos
casos tuvimos que activar en tiempo record, un plan de adaptación a una
realidad que nuestra vida diaria nos tiene casi olvidada y que, de pronto, una
realidad inusual nos cubre de alguna forma de oscuridad desconocida y nos
traslada al pasado y nos pone, por ejemplo, como fue mi caso el apagón de
marras, sentado en el balconcito de mi casa, frente a la calle, con la mirada
puesta en la gente que iba y venía por la calle, y dedicados en exclusiva al
paso del tiempo.
Algo
parecido sucedió ayer, si bien atemperado porque disponía de electricidad y
pude disfrutar de un hermoso concierto de percusión de la 2 de televisión, una
alternativa aceptable ante semejante desamparo de lectura que ahora, una vez
resuelto el incidente por el ardid de Benja, recupero el resuello de cada día y
cuento a mis colegas más cercanos, el nivel de dependencia al que hemos
llegado, sin que los conocimientos se correspondan con los retos que nuestros
instrumentos cotidianos nos demandan. Solo podemos, si queremos mantener un
aceptable nivel de equilibro y sensatez, que somos seres cada día más
dependientes de otros y que sobrellevar esos grados de dependencia nos pueden
aumentar nuestra humildad para sobrellevar la cantidad de posibilidades que la
vida y el esfuerzo de todos ha sido capaz de poner en nuestras manos. Un día
más, ¡gracias a la vida!.


