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domingo, 2 de noviembre de 2025

LOS ANGELOTES


         16 años con el blog en marcha y nunca se me había ocurrido tocar este tema, Parece como si, a medida que el tiempo pasa, hay asuntos que van surgiendo de mi interior es porque se niegan a que la historia los elimine sin más. En su día tuvieron su vida y quieren quedar presentes en algún momento, hoy por ejemplo, antes de que el olvido los cubra con su manto.



         La fiesta de Los Santos fue ayer, ya lo sé, pero en mi memoria me queda como una más de las que la Iglesia ha impuesto en el calendario. Hoy, día 2 era el verdadero día de los muertos, de nuestros muertos que un día tuvieron nombres y apellidos, que vivimos con ellos y que los recordamos paseando por las mismas calles que nosotros. Un día, porque el tiempo pasa para todos, los vimos en su caja, con su plato de sal y sus tijeras abiertas para que no se hincharan y hasta podemos identificarlos en sus lápidas correspondientes, desde el día que nacieron hasta el último de sus vidas. Los niños hasta los comparábamos a unos con otros en función de los datos escritos en sus tumbas.



         Ese día no había música lo mismo que el Viernes Santo.  Era el luto total. Cuatro o cinco nos subíamos al campanario y cada media hora doblábamos a muerto: din, din, din don…, din Don unos cinco minutos más o menos. El din es del Esquilín. El don minúsculo, de la Aguacera y el Don mayúsculo, de la Gorda. Se repetía varias veces, desde anoche hasta la medianoche de hoy. Como no bajábamos del campanario en todo el tiempo, dos del grupo cogíamos la “matraca” o “carraca”, una banasta de madera, porque todavía no había llegado el plástico, y recorríamos el pueblo a base del  taca, taca, taca, como aviso y cantando a modo de anuncio:





Los Angelotes,

Del cielo venimos.

Uvas y melones,

de todo pedimos.

         Cada familia aportaba lo que podía. No había mucho problema porque ya se sabe que el Otoño es generoso en frutos. Cuando la banasta se llenaba volvíamos arriba con las necesidades cubiertas y con la diarrea garantizada por la falta de costumbre de tantísima fruta.



         El monaguillo titular solía controlarnos porque el grupo éramos advenedizos, colaboradores esporádicos y no estábamos al tanto de todos los detalles necesarios ni de las relaciones con el párroco, que apenas nos conocía. Cuando la secuencia se terminaba, cada mochuelo a su olivo. Nos quedaba en las manos la suavidad portentosa de las plumas de las lechuzas que vivían en una de las habitaciones intermedias y el aguante del mareo de tanto subir y bajar las escaleras de caracol interminables a lo que, evidentemente, no estábamos acostumbrados.



         No diré que echábamos de menos el sonido reiterativo,  cuando volvía la normalidad de nuevo, pero nuestros muertos, esos cercanos que algunos eran hasta familiares, habían sido debidamente recordados y nos habían hecho protagonizar una secuencia de valor indiscutible, hasta el punto que nos atrevernos a contarla, tantos años después. Ahora, una vez que el testimonio ha quedado manifiesto, la voluntad de cada uno es muy dueña de hacer con la crónica lo que estime oportuno.

         Si tenemos claro que nuestra patria es la infancia, esta secuencia que os ofrezco es parte de la mía y ha sido ella la que ha empujado para que os la trasmita. Estoy seguro que vosotros tenéis estampas parecidas y no os quepa la menor duda de que de estos mimbres estamos configurados.