Un
breve análisis de la realidad del mundo es suficiente como para poner de
manifiestos que las enormes diferencias entre unos lugares y otros claman al
cielo si es que el término cielo quiere decir algo. Si nos ceñimos a nuestro
cometido habitual, sobre la educación de la primera infancia, las comparaciones
se vuelven más sangrantes si cabe, sobre todo porque encima tenemos que asumir
que este estado de cosas tan escandaloso forma parte de la normalidad.
Sería
una temeridad por nuestra parte considerar sólo una división geográfica entre
ricos y pobres. No nos faltarían razones si nos atenemos, por ejemplo, a la
renta per cápita de los habitantes pero esa división para nuestro cometido se
quedaría corta y no contemplaría una serie de pobrezas a las que hemos hecho
referencia en artículos anteriores y que influyen poderosamente en el
desarrollo posterior. El plantear la división sobre quién es capaz de ofrecer a
sus menores tres comidas al día y quién no, es cierto que nos da una primera
división nada desdeñable y que podemos considerar como una primera piedra de
escándalo para el caso de que dispusiéramos de conciencia suficiente. Al
parecer no es suficiente esta sangrante primera división para remover nuestras
conciencias. Aceptamos esta primera vergüenza sin despeinarnos mucho. Somos
capaces incluso, de aparecer en las zonas del dolor y del oprobio para sacar a
la luz realidades así de crudas y seguimos como si tal cosa.
Pero
esta primera falla entre ricos y pobres no es más que la que se refiere a la
corteza de la vida. Podemos ahondar un poco más y establecer las diferencias
culturales como escalones insalvables entre unos y otros. No me refiero a lo
que la cultura occidental entiende por cultura solamente. Sé que en otras
civilizaciones se entienden por cultura aspectos, servicios y cuidados que
nosotros no tendríamos por tales pero en todos los casos sí que se establece
una distancia casi insalvable entre los que son capaces de destinar un tiempo y
unas energías personales y sociales a sus menores y otros estamentos que son
capaces de ignorar a sus menores hasta niveles de tirárselos a la cara unos a
otros por causas de desentendimientos entre adultos como vimos en el dramático
artículo de la semana anterior que, aunque extremo ciertamente, no es tan
infrecuente en escalas un poco menores. La valoración de los grupos más
frágiles de cualquier sociedad es la que ofrece la calidad y el valor de la
cultura que representa. Hay en cada grupo una serie de miembros que se dedican
casi por completo a la supervivencia y que apenas disponen de tiempo ni de
ideas para nada que no sea eso.
No es
muchas veces una cuestión de dinero lo que diferencia unas estructuras sociales
de otras. O, por lo menos, no es sólo una cuestión de dinero aunque no ignoremos
la importancia del mismo en determinados ámbitos de la calidad de vida.
Necesitamos seguramente tener resueltos los umbrales más elementales de la
subsistencia para ser capaces de profundizar en otras necesidades, tan
importantes como la subsistencia, que muchas veces abandonamos o prescindimos
de su solución, sencillamente porque no disponemos de la paz interior
suficiente como para verlas. En los primeros años del Rally Paris Dakar se
comentaba que en alguna parte del
recorrido las familias echaban a uno de sus miembros para que lo
atropellara un vehículo de la caravana porque aprendieron pronto que de ese
modo el resto de la familia podía vivir dignamente con lo que les pasara el
seguro del vehículo causante del atropello. Recuerdo los comentarios escandalizados
por nuestra parte antes de entrar en ningún análisis, al mismo tiempo que, por
ejemplo, nos hacíamos sordos y ciegos ante nuestras aberraciones de que en
muchas familias los hijos no pueden plantearse siquiera la posibilidad de
acceder a según qué niveles de estudios porque no disponen de dinero suficiente
para costearlos.
Para
sintetizar diremos que la pobreza no es sólo una cuestión de dinero y que con
los pequeños de manera especial se
manifiesta en la mayor o menor atención que cada comunidad cultural es capaz de
dedicar a sus miembros más frágiles.