Cuando
hace un par de meses nos zambullíamos en el largo y cálido verano anunciábamos
la conveniencia de promover alguna forma de orden de vida que sustituyera a la estructura escolar que, con sus más y con
sus menos, significaba una organización del tiempo y de las actividades
posibles a lo largo de la jornada escolar. Después de un par de meses de dimes
y diretes nos enfrentamos a la última semana del nuevo orden que, con mejor o
peor acierto, terminamos por instituir. Hemos tenido tiempo para darnos cuenta
de los aciertos y de los errores de la organización veraniega pero, sobre todo,
hemos tenido tiempo para saborear el agotamiento y el deseo ferviente de que alguien
que no seamos nosotros, la escuela inevitablemente, se haga cargo de la
responsabilidad de acertar o equivocarse nuevamente en la larga carrera de la
educación.
Probablemente
no nos reuniremos entre los adultos para evaluar qué ha sido de todas aquellas
propuestas que nos propusimos a finales de junio, qué nivel de cumplimiento y
qué sería preciso corregir para el futuro. Esta evaluación sí la realiza la
estructura escolar por puro método de trabajo, lo mismo al final de cada ciclo
que al principio del siguiente. Seguramente eso es una ventaja metodológica
sobre la estructura familiar pero no hay nadie que pida cuentas del
cumplimiento de los proyectos familiares mientras que la administración de
encarga de pedir cuentas a los profesionales de los resultados de la aplicación
de sus propuestas así como del contenido de las nuevas para aplicar en el nuevo
curso que está a punto de comenzar la semana próxima. Aun admitiendo la ventaja de la estructura
escolar no debiéramos renunciar a seguir los pasos en beneficio del resultado
final, que es lo que importa en ambos casos.
No
todas las familias pero más de una y más de dos se sinceran en los primeros
encuentros y reconocen que estaban hasta el gorro de verano y que aceptan la
llegada del nuevo curso a principios de septiembre como un consuelo que los
lleva a desentenderse de la primera línea de compromiso en la educación de los
pequeños que les venía pesando
demasiado. Y es que, sin dramatismos innecesarios, no cabe duda que tirar del
carro de la organización de la vida no es algo fácil. Todos somos capaces de
ofrecer una secuencia brillante en un momento o en un día en el que nos
encontramos especialmente dispuestos. Esto ya es meritorio, pero no deja de ser
una secuencia aislada. Otro cantar muy distinto es salir airosos del desarrollo
de la secuencia continuada del día a día en el que hay que casar los momentos
en los que nos sentimos especialmente dispuestos con aquellos en los que no
sabemos a dónde mirar para desaparecer del mapa porque estamos hartos y
queremos inútilmente que alguien nos sustituya aunque sea por un momento. Pues
la educación es la respuesta que los adultos y los pequeños ofrecemos a ese
cúmulo de sensaciones que se nos mezclan en función de las respuestas que
ofrecemos a los retos que la vida nos va planteando.
No me
parece que la familia deba competir con la escuela a ver quién se esfuerza más
en estructurar la vida de los menores. Está claro, creo yo, que debe ser la
escuela, que para eso se le paga, la que debe llevarse la palma. Pero eso no
debiera significar que la familia organice la vida de espaldas a la escuela, ni
viceversa. Son dos estructuras que tienen una enorme importancia en la vida de
los pequeños y estaría bien que se miraran la una a la otra y cada una aportara
al conjunto lo mejor que sepa. El conjunto seguramente lo agradecería de mil
amores y nos podríamos dar cuenta de que todos podemos aportar a un asunto tan
importante todo aquello que la vida nos da. Seguramente la semana que viene
tendremos que encarar el nuevo curso y sus nuevos retos, asumiendo que muchas personas se van
incorporar por primera vez y otras que repiten ya no son las mismas porque el
tiempo pasa y nos hace crecer para bien y para mal.