Cualquier
secuencia de la vida significa una posibilidad de aprende. Otra cosa es que
nuestra manera de mirar esté abierta al aprendizaje, cosa que es imprescindible
o, sencillamente, pasemos por delante de los acontecimientos sin pena ni
gloria. En ese caso ya nos pueden poner delante la montaña más alta que no la
veremos, sencillamente porque no tenemos la voluntad de ver. Estos días no
tengo más que salir a la calle y vuelvo completamente embriagado de color y de
olor porque la primavera se encuentra en su cenit. Ya está terminando la
presencia del azahar que nos ha supuesto a los forofos ir de acá para allá
debajo de los miles de naranjos que hay plantados por las calles andaluzas para
cubrirnos con su embrujo y terminar completamente borrachos de su esencia efímera.
En unos días las flores se marchitarán y habrá que esperar un largo año para
gozar su esencia de nuevo.
Ayer
por la tarde mismo y, justo al lado de
mi puerta, pude gozar junto a mi hija Elvira con otra fragancia que, sin desmerecer para nada al azahar, diría que
nos enloquece más profundamente. Se trata de la celinda. Ya la venía siguiendo
desde que sus inmaculados pétalos aparecieron y cada día me he ido acercando
con veneración para robarle una porción de su fragancia y embriagarme con ella
unos segundos. Ayer le comentaba a mi hija que comprendo a los insectos que se
vuelven locos en cuanto perciben semejante olor y se acercan a libar los
azúcares de su polen a la vez que nos dejan el beneficio de la fecundación que
garantizará que el año próximo podamos gozar de nuevo de semejante tesoro. El
azahar ha crecido mucho porque por las calles hay muchos naranjos que nos lo
garantizan pero las celindas se han reducido hasta el punto que se han
convertido en una rareza. Hay que encontrarlas en rincones discretos y a poco
que te descuidas, cuando quieres acordar han terminado los pétalos su ciclo,
desesperadamente corto, y tienes que renunciar a su olor hasta el año próximo.
Cierro
los ojos y recuerdo en mis primeros años aquellas presentaciones de ramos a la
virgen cada tarde de las muchachas de mi pueblo durante todo mayo. La celinda
era precisamente la que no faltaba en ningún ramo con lo que la iglesia
concentraba esa maravilla de olor muy concentrado. Luego había más flores, al
gusto de cada muchacha pero la celinda acompañaba siempre por hermosa y por
barata. Tengo esa imagen incrustada de la mano de mis madrinas Emilia y Águeda
con sus maguitos cubriéndoles los brazos porque a la iglesia no se podía entrar
luciendo la carne de los brazos y con sus velos, bordados en tul por ellas
mismas cubriendo sus cabellos y yo como un niño repipi de sus manos siempre,
oliendo a narices llenas de aquellas fragancias que nunca jamás he logrado
quitar de mi memoria y que las sigo persiguiendo por estas fechas porque sé que
son tesoros pero también que son efímeras y que si un año me descuido, me las
pierdo y es un verdadero drama para mí.