El
recuerdo de mi tía Ángeles lo tengo indisolublemente asociado a mi más remota
infancia y a mi pueblo. Yo no tenía pueblo. Era pueblo como las yuntas de mulos
que salían de las cuadras cada mañana a labrar la tierra, como las escapadas en
verano para bañarme en las charcas, como
el implacable sonido de los gorriones cada mañana , que servía de obligado
despertador desde la higuera del huerto de Prudencia frente a mi casa. Nunca he
podido soñar con levantarme a altas horas de la mañana porque sé que los
gorriones no me lo hubieran permitido y ellos estaban primero.
Mi tía
Ángeles tenía unas manos de oro. Lo mismo se pasaba las tardes frente al
bastidor bordando las finas mantillas de tul que me cargaba con la maleta de
las permanentes y allá que me llevaba de casa en casa rizando cabelleras a
diestro y siniestro porque aquellas bolsitas de ceniza, debidamente manipuladas
por las delicadas manos de aquel ángel en forma de mujer dejaba maravillas en
las cabezas de las clientes. No hablaba mucho pero sus manos hacían milagros.
Además, para hablar ya estaba yo, que para eso me llevaba. Mientras calentaba
las bolsitas de ceniza que ella después instalaría en las cabezas con manojitos
de pelos enrollados el tiempo suficiente para viciarlos y terminar peinando con su primor habitual
aquellos rizos de modo que el resultado final garantizara la belleza capilar
según la moda durante varios días. Mi misión era desplegar y recoger los
utensilios de la maleta, dar conversación a las clientes con mis ocurrencias y
chascarrillos y cargar con la maleta hasta la casa de la siguiente, mientras echábamos la tarde.
Nunca
pude ver a los veraneantes como miembros del mismo pueblo que yo llevaba
gravado en mi mente porque ellos eran como aves de paso. Aparecían con los
primeros calores del verano, se albergaban en las casas que rodeaban la Fuente
Grande, que mucho después me enteré que se llama de Ainadamar y que en su
tiempo daba de beber a la Alhambra, y desaparecían con las primeras nubes que
anunciaban el otoño. Por eso, cuando años después me pusieron a estudiar en Los
Maristas con ellos, aprovechando aquel cinco por ciento que permitía que
algunos niños pobres pero listos accedieran al estudio, no me extrañó mucho
verme entre como gallina en corral ajeno por más que ocupara cada semana los
primeros puestos de la clase o escucharlos decir que los panes se cogían de los
árboles cuando Alfacar, mi pueblo fabricaba a pulso miles de panes cada noche, que ellos se comían al día siguiente, sin saber lo que se estaban llevando a la
boca.
Tengo
conciencia de que el día que murió mi tía Ángeles terminó mi infancia. Recuerdo
estar en el Carril, frente a su casa, hablando con no sé quién de su muerte
sabiendo de lo que hablaba. Mi tío Cristóbal, su novio, se casó mucho después,
tuvo hijos y ha muerto no hace tanto, muy mayor ya, pero para él yo siempre fui
Antoñito, como me llamaba cuando llegaba a casa de mi abuela cada tarde después
de vender el pescado por las calles, primero en la bicicleta y después en la
LUBE. Sin mi tía me sentí perdido hasta que unos años después, una vez
fracasada la experiencia de Los Maristas mis padres lograron que entrara interno
en el Ave María y allí conocí otros pueblos que se parecían al mío y otros
muchachos con los que pude compartir historias similares a las que llevaba
cosidas al pellejo. Pero eso fue mucho después y para entonces yo ya había
perdido la inocencia que, por más años que viva, siempre la
siento ligada a mi tía Ángeles y a mi embobamiento con sus trabajos relacionados
con la belleza, bien con el bordado de mantillas o con la magia de las
permanentes, de las que en alguna medida yo participaba.
Mi madre era asi bella y casi perfecta bordaba la vida enlazando a la familia
ResponderEliminarHermoso tu texto
*suerte, para quienes han tenido infancia
ResponderEliminary pueblo
y 'tía Ángeles'
y retazos de vida grabados a fuego.
*suerte, disponer una parcelica de blog en que almacenar(nos) a partir de imágenes hechas palabra
Yo, que no tuve tía Ángeles, pero sí once hermanos, y treintaiséis primos hermanos, pasé mi infancia añorando y envidiando a quienes sí tenían 'el pueblo'
besos
Tanto tú como yo como todo el mundo, lo que sí tuvo es infancia y ahí la lleva detrás, acompañándonos en todo momento. Somos lo que fuimos para mal y para bien, querida Pilar. Un beso
EliminarGrandes recuerdos de aquellos tiempos...
ResponderEliminarSaludos
Me suena hasta la LUBE jajajaaja. Y yo si que tenía pueblo, lo que no se es si el pueblo me tenía a mi. Porque siempre he pensado y nunca me aclaró mi "tia Angeles" si lo de nacer en un sitio por pura casualidad era para tenerlo tan en cuenta durante toda la vida.
ResponderEliminarQué gusto escuchar tus palabras en directo de nuevo y verlas cómo se cruzan con las mías salvando todas la distancias pero seguramente unidas en la intención que nos mueve. Un abrazo
ResponderEliminarHola Antonio, con Pepe Marchena de fondo, que no conocia, he recordado el pueblo de mi infancia y mis dos tias que me salvaban de la ferula de mi madre (para mi bien y mejor educacion decia ella)...
ResponderEliminarEso de la permante con ceniza caliente me ha encantado, no lo habia oido. A bordar mantillas nos ensenaban en el "Servicio Social" de mi epoca.
Un abrazo
Ah! y la LUBE, la fabricaban cerquita de mi casa y por alli pasaban los probadores de motos a toda pastilla, bien chulos ellos, llevandose nuestros suenos.
ResponderEliminar