Cada
vez que termino un texto considero que va a ser el último y mi cabeza se
muestra extenuada, incapaz de sacar de
nuevo un asunto que pueda tener algún interés para aparecer como un aporte
nuevo. Pero burla burlando ya hemos sobrepasado los doscientos cincuenta y
ahora hasta me tomo la libertad de no preparar nada hasta que llega el momento
mismo de ponerme a escribir, que es el domingo hacia las diez de la mañana.
Entonces aparecen enormes lagunas vacías de contenido o se apelotonan asuntos
al hilo de la palpitante actualidad o aparece en la mente el recurso a la
sistemática para tratar algún tema que se haya quedado retrasado y merezca
presencia. Cualquiera de estas excusas puede ser suficiente para arrancar.
El de
hoy tiene que ver con el desesperante proceso de elaboración de las
combinaciones en el comportamiento de los pequeños. La protagonista es en este
caso mi nieta África y la persona enjuiciada es su padre, mi hijo Nino,
sencillamente porque es la persona que está con ella amplios espacios de tiempo. Yo suelo ser el acompañante lo menos
interviniente posible para permitir al padre que aprenda a ejercer de padre,
que ha llegado al cargo por encima de los cuarenta y a lo mejor las neuronas se
le han oxidado un poco y a la hija que como el mundo ha de reproducir en su
persona todo el proceso de evolución que el propio mundo ha producido y cada
uno de los seres que lo hemos habitado hasta que ha llegado ella. Por mas
millones de veces que las primeras evoluciones se hayan repetido, cada vez que
aparece un nuevo ser todo es nuevo y comienza de nuevo con la misma emoción,
inseguridad, sorpresa y miedo propios de la primera vez. Por más que pretendas hacer como que sabes
algo de experiencias anteriores, lo cierto es que tu comportamiento sólo tiene
credibilidad si se humilla y funciona como nuevo.
Aunque
nunca los procesos se terminan de superar y siempre hay que aceptar la
posibilidad de que un conocimiento nos llegue en lo que se podría denominar a
destiempo, hemos superado la etapa del
primer año y hemos batallado todo lo posible y parte de lo imposible para que a
la niña se le haya permitido interiorizar tranquilamente las sensaciones que la
vida le ha venido ofreciendo en colores, texturas, fríos, calores, sonidos…, en
fin, el programa de conocimientos que el día a día le ha venido deparando.
Seguimos en ello pero ahora ha pasado a primer plano la locura muscular y
estamos en ese punto en el que lo mismo da correr que pasear, girar a derecha
que a izquierda, sentarse una o mil veces en cualquier bordillo porque de lo
que se trata es de aprovechar cualquier posibilidad de fortalecer la musculatura,
la armonía en los movimientos y gozar de sentirse capaz de dominar el mundo con
sus propios medios. Suelo callarme todo lo que puedo, que puede ser que muchas
veces no sea suficiente y el padre está todo el rato intentando que la niña no
se ensucie, vano intento, o que sus movimientos tengan lógica, la suya
naturalmente y no la de la niña, y soportando como puede la tortura de seguirla
de cerca para que la seguridad le permita evolucionar sin demasiados
incidentes.
Alguna
que otra vez discutimos padre y abuelo y parezco el abogado defensor de la niña
para que le permita moverse lo más suelta posible y le deje espacio para
resolver sus propias dificultades y hasta para equivocarse y aprender de sus
errores, siempre que no se vean riesgos significativos pero yo tampoco quiero
engañarme ni jugar a ser el bueno en esta guerra de cada día. Sé que mi lugar
es el de abuelo y ahí es donde me tengo que situar. Desde esa responsabilidad
de segundo grado es más fácil defender algunos desmadres de la niña porque el
papel del malo, del que pone las normas y del que apechuga con las
consecuencias en primer término es del padre. Y la niña, como todos los niños…,
a vivir, que son dos días, todo lo que se le permita o ella pueda conseguir. En
definitiva, la vida; una más y siempre como si fuera la primera.