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domingo, 31 de mayo de 2015

RESUMEN


         En principio no tiene nada que ver con el calor, o  con  la  calor como se dice aquí, pero es cierto que coincide. Se anuncia ya el verano y eso significa que un año más el curso ha terminado y entramos en un nuevo ciclo de largas vacaciones al término de las cuales comenzaremos un nuevo curso. Habremos crecido todos, unos dominando los estudios y asumiendo nuevos retos y otros acercándonos un poco más al momento del adiós, ese que nunca se sabe pero que tenemos la certeza de que un día se producirá. Cualquier momento es bueno para sacar lecciones de lo vivido. Este puede ser algo más idóneo por lo que significa de final de un ciclo.

         En los primeros años afortunadamente no se nota demasiado, pero en los siguientes el final del curso se convierte en un juego infernal de exámenes, números arriba, números abajo, que si no alcanzas el cinco que si las notas no son todo lo buenas que se esperan de ti, que te suspendo para que te esfuerces un poco más y que me lo demuestres luego en septiembre…, total una locura de acciones y de juicios en los que los pequeños se ven metidos y cada uno procura resolver de la mejor manera que sabe. En estos primeros años las notas no son todavía los elementos determinantes pero es verdad que hay un juicio de una u otra manera en el que los niños se ven inmersos y van asumiendo un papel dentro del grupo en función de unos resultados de los distintos retos que se les han plateado. Alrededor del año deben producirse unos avances, unas destrezas asumidas: los primeros pasos, las primeras palabras, el abandono progresivo de la leche materna y el encuentro casi generalizado con la alimentación que conocemos aunque todavía sea en forma de puré, los primeros dientes y la fijación de afectos con las personas referentes dentro de la familia o en la escuela.

         Afortunadamente no hay notas para estos logros, la mayoría de los cuales están ligados al desarrollo físico si bien nunca podemos deslindar de manera clara lo que es desarrollo físico o lo que son aprendizajes que existen sin duda pero que no podemos separar en esos primeros retos. En conjunto lo que sí pueden verse en estas edades son las armonías con estas adquisiciones. Lo impresionante que tiene la normalidad es precisamente que si todo va normal en los pequeños parece que no pasa nada y muchas veces los adultos quisiéramos que destacaran en algo cuando es precisamente la normalidad la mejor señal de que todo va bien y de que no hay en sus capacidades ninguna que destaque ni para mal ni para bien. Eso se llamaría armonía y sería la mejor señal posible sobre el desarrollo. Sería la mejor manera de aprobar el curso que no consiste tanto en haber llegado a ningún lugar concreto como resultado sino el estar andando el camino sin estridencias,  haciendo que cada una de las capacidades básicas evolucionen con normalidad como partes de un conjunto que se llama persona.


         Desde ese punto de vista la idea de fin de curso no debería de significar más que un hito en el calendario pero no en las adquisiciones de los pequeños que son como unos arroyos de agua que fluye, que se desplaza y que en cada momento se encuentra en un punto del río de la vida pero que no es ni más importante ni menos que el punto anterior sino que cada momento va a requerir unas capacidades determinadas por el nivel de maduración alcanzado y de aprendizajes asumidos a través del contacto con la realidad que nos rodea y con los compañeros o adultos que nos enseñan a vivir y de los cuales también aprendemos en cada momento. Intentar concretar más no deja de ser una quimera. Cada persona tiene unas capacidades que nadie conoce con antelación y que se van poniendo de manifiesto en función del paso del tiempo y del ejercicio de roce de cada día. No hay modo de discernir si lo que aprendemos es por la capacidad que traemos de nacimiento o por el buen aprovechamiento de la relación con los demás. 


domingo, 24 de mayo de 2015

CALOR


         En trabajos anteriores hemos defendido insistentemente la necesidad de  huir de la prisa y de acomodar nuestro ritmo de trabajo en la escuela al propio ritmo de maduración de los pequeños. Como refuerzo de esta tesis hemos abundado en la idea de la lentitud como forma de entender la vida en general que busca y valora el camino muy por encima del punto de llegada y que considera que lo importante no es el final de ningún proceso sino el proceso mismo y que no vale la pena en ningún  caso sacrificar el proceso por conseguir ningún  resultado  porque es el proceso lo que importa.

         En este espacio geográfico en que yo vivo ya se ha impuesto el calor como elemento esencial. En otros tiempos no tan lejanos lo asociábamos al sudor y al agobio de una serie de acontecimientos imprescindibles pero molestos: siega, trilla, almacenamiento de la paja y del grano, plantación de verduras: cebollas, ajos, pimientos, tomates…  Acciones casi todas acomodadas a una economía de subsistencia que con un esfuerzo y dedicación permanente podía conseguirse resolver las necesidades de una familia a lo largo del año. Hoy que ya nos hemos separado del ciclo de la vida un poco más, a poco que nos descuidemos podemos hasta prescindir  de las estaciones del año a base de aparatos de sustitución: calefacción para el invierno, aire acondicionado para el verano… con el lio de que cada día nos encontramos un poco más lejos de la organización natural de la vida y sus procesos esenciales. Es posible que logremos una vida algo más cómoda pero casi seguro que también nos vamos convirtiendo a la vez en seres cada día más ignorantes y menos capaces de saber de dónde venimos y con quién viajamos.

         Antes del aire acondicionado y hasta antes del ventilador había que defenderse de las altas temperaturas a base de aligerarse de ropa lo que, no solo conseguía que nos moviéramos con más agilidad y con más soltura en este tiempo sino que conseguía que nuestro cuerpo estuviera expuesto al sol durante ratos a lo largo del día y adquiriera un moreno natural producto del sol y sombra. Los tiempos de interior se combatían a base de persianas y de sombras, haciendo que el viento entrara y saliera por espacios estratégicos creando brisas agradables durante casi todas las horas del día. Y el agua, sobre todo el agua que, a falta de piscinas que hoy están presentes en miles de casas particulares cuando algunos las hemos conocido como rarezas públicas a las que se podía acceder sólo previo pago de su importe, se han convertido en sobregastos innecesarios de agua a la vez que en infinidad de pequeñas islas que nos hacen sentirnos cada día un poco más solos  y más aislados los unos de los otros. Yo no sé donde se encuentra el disfrute de un baño cuando se ha de hacer en soledad y en un espacio necesariamente pequeño y sin que nadie nos vea o nos valore.


         Y es que no terminamos de darnos cuenta de que no somos los dueños de nada, mucho menos de la vida. Podríamos ser, eso sí, piezas fundamentales de esta vida que nos incluye a todos y podríamos gozar, incluso, de los nuevos elementos que contribuyen a mejorar la vida siempre que no olvidáramos que somos piezas de un conjunto mucho más amplio que nosotros  y del que formamos parte como tantos otros elementos materiales, animales, vegetales o de otros órdenes. Desde esa perspectiva de partes de un todo, no sólo tenemos todos beneficios del todo sino que quedamos enriquecidos por cada una de las otras partes que configuran el conjunto. Una vez más me niego a aceptar la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor porque estoy seguro de que no se corresponde con la realidad pero sí puede ser que a cambio de algunos beneficios materiales nuevos que el progreso nos va poniendo a nuestro alcance, al mismo tiempo se nos esté haciendo pagar un coste que nos aleja de los procesos evolutivos elementales y nos estemos convirtiendo en seres cada día más alejados de todo el conjunto de la vida que sigue evolucionando sin nosotros e ignorándonos cada día un poco más. 


domingo, 17 de mayo de 2015

LENTO


         En más de una ocasión hemos levantado la voz desde este humilde púlpito para clamar contra las prisas por la consecución de determinados objetivos escolares y hemos avisado también más de una vez que esas prisas no nos llevan a ningún sitio porque en la consecución de un objetivo parcial somos capaces de dejarnos en el camino capítulos troncales que se pueden perder para siempre o que nos van a costar un gran esfuerzo recuperar. Pero me doy cuenta de que hablo de la conveniencia de vivir la vida con placidez y sin prisa  y lo hago en contra de las corrientes dominantes que buscan resultados a corto plazo.  Manuel en su comentario anterior parece que sugiere que hay una corriente que defiende la lentitud como mejor forma de vida y el camino como mejor resultado frente al  punto de destino. El tema me ha gustado y quiero engancharme a esa corriente que defiende la lentitud.

         Se trata, por tanto, de plantearse la vida en armonía con el desarrollo físico y mental y no precipitarse buscando resultados en el menor plazo posible poniendo en riesgo el propio desarrollo del conjunto. No es un solo aspecto el que puede verse afectado y de hecho se ve. Buscamos que los niños anden cuanto antes haciendo que sus tiernos huesos puedan doblarse por soportar antes de tiempo un peso superior al conveniente. Insistimos más de la cuenta para que aprendan a pronunciar una serie de palabras y fonemas que provocan que los pequeños pierdan el interés por comunicarse y dejen de gozar con el ejercicio de su vocalización espontánea. Que aprenda a controlar esfínteres a la carrera y dejen de gozar con la conciencia de sentirse dueños de sus músculos para permitir o retener sus fluidos corporales a voluntad. Que aprendan cuanto antes a comer solos y que dejen de gozar del placer de tocar los alimentos, conocer sus texturas y saborearlos a placer sin tener que andar preocupados todo el tiempo de si se manchan o  no. Y así podríamos seguir con muchas más adquisiciones propias de esta edad y, por tanto, fundamentales para la vida.

         De cada uno de los aprendizajes promovidos antes de tiempo es posible que obtengamos un porcentaje de resultados que coincidan con nuestro propósito pero tenemos que ver el resultado global en todo el conjunto de pequeños en el que lo hemos promovido. De un grupo de veinte es posible que obtengamos una valoración acorde con nuestros propósitos en cinco de los alumnos. Podemos darnos por satisfechos con semejante resultado pero es profundamente injusto que ignoremos a los quince restantes y a los daños que hemos podido infligir en ellos por haberlos sometido a una presión superior a la que ellos podrían interiorizar sin presiones. Significa también un planteamiento inicial de los profesionales que es importante delimitar.  Tenemos que saber que nuestro trabajo tiene que estar dirigido a todos los pequeños que configuran nuestro grupo y no sólo a los cuatro o cinco capaces de seguir el sobreesfuerzo que les propongamos.


         La lentitud vista de este modo se convierte en un planteamiento educativo adaptado a los niños y que pretende su desarrollo y su aprendizaje acorde con su madurez cronológica y mental. También podemos admitir que no siempre se puede trabajar al ritmo de todos y cada uno de los miembros del grupo pero sí podemos y debemos trabajar para que nos pueda seguir la mayoría y este ritmo cada maestro es capaz de detectar dónde se encuentra. No debiera consentirse que ninguna escuela sostenida con fondos públicos,  bien directamente o a través de concierto, sometiera a los pequeños a un ritmo de trabajo que no es acorde con su desarrollo y que puede ser seguido por un máximo del 25 por ciento del grupo. Eso es sencillamente un abuso y una injusticia. Hablamos de la escuela y podemos llevarlo a cualquier otro orden de la sociedad. Muchas veces nos vemos atendidos por cualquier servicio público como si se nos estuviera haciendo un favor que tengamos que agradecer cuando la verdad es que ese servicio público nos corresponde por derecho. Defendamos la lentitud en la vida para que cada cosa nos llegue en su momento y cuando podamos asumirla en su plenitud. 


domingo, 10 de mayo de 2015

PRISA


         Es casi imposible después de cinco años de blog sacar un asunto completamente nuevo. Casi todos se rozan tangencialmente, porque unos asuntos están relacionados con otros y al mismo tiempo que no hay nada que podamos dar por eliminado, por sabido o por obviado porque pasar por delante de alguna circunstancia sin detenernos significa  al mismo tiempo cortar un hilo conductor que se mueve por dentro de los asuntos que se van tratando y puede hacer el conjunto menos inteligible.

         Con Ivonne desde Bogotá y con Rosa, antigua alumna mía y sus cuatro hermanos desde Granada,  ambas en calidad de madres, he discutido esta semana el tema de la prisa en la adquisición de conocimientos de sus respectivos hijos. Con edades distintas las dos venían a cuestionar con angustia los conocimientos de sus hijos. En el caso de Ivonne a toro pasado porque sus hijos vuelan solos hace tiempo.  Revisa su comportamiento de madre joven en su momento y reconoce el nivel de impaciencia por alcanzar cuanto antes el acceso de sus hijos a la lectura y la escritura desde los cuatro años cuando en el colegio a donde iban le reclamaban que atendiera prioritariamente al control de esfínteres que no estaba resuelto a esas edades. En el caso de Rosa su hijos es un poco mayor y ve con bastante desesperación  cómo las evaluaciones arrojan unos resultados cada vez más bajos poniendo en peligro el propio curso que lleva  cuando en cursos anteriores las notas habían venido siendo suficientemente altas para no tener que andar preocupada por si superaría el curso o no. Son dos ejemplos que saco a la luz porque tienen nombres y apellidos, lo que me interesa para que podamos darnos cuenta que hablamos de personas concretas.

         Resulta que Ivonne, que en su momento abrazó de corazón la causa de la prisa para el aprendizaje de sus hijos porque pensaba que eso era lo mejor, ahora, con el paso de los años se encuentra trabajando con familias y comprueba que no es esa la mejor dirección, que ese camino no crea más que angustia en niños y en mayores y no consigue los objetivos que pretende porque aunque pueda lograr algún resultado parcial, lo normal es que se deje en el camino el aprendizaje de aspectos esenciales del desarrollo que no se han podido atender como se debían porque andábamos demasiado preocupados con adquisiciones no tan urgentes. En el caso de Rosa, la situación es más desdichada y desgraciadamente frecuente. Su angustia le llevó a pretender traerme a su hijo para que yo intentara convencerlo de que el rendimiento tenía que subir  porque ella se sentía impotente. No lo acepté y la conversación,  en cambio, vino a demostrar que, independientemente de que el problema de su hijo fuera real, la verdadera causa de su angustia está en su propia vida de pareja porque no se entiende con su compañero y él no se ocupa para nada de ninguno de los tres hijos que comparten. Para colmo, su dependencia económica le impide plantearse una separación que desearía pero que cree que no puede afrontar en este momento.


         Me interesa  también que sean distintos para que nos demos cuenta de que no hay recetas que nos puedan servir como solución genérica sino que cada caso es individual y hay que conocerlo en sus particularidades para encarar las soluciones una a una. En el caso de Ivonne ya no puede resolver el suyo porque pasó hace años, pero sí puede aportar a las nuevas familias con las que ahora trata  una orientación distinta a la que ella eligió, una vez que constata que su celo por la prisa no fue el mejor camino. En el caso de Rosa lo más importante es que  entienda dónde está su verdadero problema, que no es en su hijo sino en ella misma con su pareja. Le insistí en que lo fundamental es que tiene que eliminar su complejo de culpa, que la está agobiando más que nada, atender a sus tres hijos, que sin darse cuenta me reconoció que intentando resolver el problema de su hijo está descuidando a su hija mayor adolescente y a su pequeña de apenas unos meses y eso no es justo y ya veremos por dónde hay que seguir.


domingo, 3 de mayo de 2015

TIEMPO


         Para que nadie pueda decir que los temas nos llegan y con la misma premura que nos llegan se nos van,  apuntillamos que ya superan los 7000 los muertos de Nepal y de las zonas del interior casi nadie sabe nada y la ayuda que llega se queda en el aeropuerto y no hay organización suficiente para repartirla con rapidez y a todos los lugares donde la necesidad apremia. Del drama del Mediterráneo, solo sabemos que siguen llegando gota a gota las pateras con gente desesperada y en estos días no tenemos constancia de nuevos naufragios, lo que hay que entender como una buena noticia, sencillamente porque no es mala. Pero la vida sigue y nuestros temas siguen apareciendo con su complejidad.

         Hoy pretendemos comentar la noción del tiempo según las distintas épocas de la vida. En teoría tendríamos que entender que los minutos tienen su duración correspondiente y se miden con el mismo baremo, tanto si estamos hablando de un recién nacido como si se trata de un anciano pero no hay más que abrir un poco la memoria para darnos cuenta que la realidad no es eso lo que nos presenta. En el momento en que una persona ve la luz parece que su tiempo está tan vivo que cada instante cuenta. Como si cada minuto tuviera valor por sí mismo. Y puede que sea así. Con los niños muy pequeños el tiempo se cuenta en horas, en días, en semanas, en meses… Como si el deslizamiento de la vida por el pasar de los días nos fuera facilitando el paso y cada vez nos resultara más fácil deslizarnos a través de los días. Da la sensación de que los primeros días de la vida son tan fundamentales que cada unidad es importante por sí misma. No hay más que recordar y veremos como la medida misma del tiempo se hace en lotes más pequeños y lo comprobamos cuando decimos que un recién nacido tiene ya diez días, como si con eso estuviéramos explicando toda una historia.

         A medida que el tiempo pasa por nosotros o nosotros por el tiempo, las secuencias se van distanciando y cada minuto va perdiendo entidad por sí mismo y se va acumulando en unidades cada vez más grandes: días, semanas, meses, años…y, sin darnos cuenta llega un momento en la vida en que ya hasta el mismo hecho de cumplir años se nos hace demasiado pequeño y el deseo es el de que no cumplamos más.  Con frecuencia sucede que, guiados por las modas de exaltación de la permanente juventud como valor absoluto o como mérito por sí misma, sencillamente decidimos suprimir de nuestro propio calendario el paso del tiempo y escondemos nuestra verdadera edad. No es posible aplicar la razón a semejante actitud pero estoy seguro que todos conocemos personas que sistemáticamente han decidido ignorar la edad que tienen y plantarse en el tiempo y negarse a reconocer que el tiempo pasa por ellos lo mismo que por todos. Es como si entablaran una lucha contra el crono en la que, a base de negarlo, estuvieran  prolongando una juventud imposible o retrasaran la llegada de una vejez inevitable.


         Al margen del seguimiento de modas en las que la juventud y el esplendor que se le supone se convierten en los reyes de la vida a los que hay que aferrarse con desesperación para convertirla en eterna. Seguramente hay otros elementos que también debemos considerar y que nos hablan de la importancia de cada medida del tiempo en función de la época de la vida a la que nos estemos refiriendo. Probablemente una hora en los primeros días de la vida tiene un peso específico en nuestra vida muy superior  al de los 40 años. Los primeros tiempos, lo hemos dicho ya muchas veces y de muchas maneras, tienen el valor de lo nuevo, de lo que empieza y pasan por nosotros o nosotros por ellos haciendo señales, las primeras señales, que se convierten en surcos experimentales y nos van dejando experiencias en las que vamos sustentando los conocimientos posteriores. Por eso decimos tantas veces y de tantas maneras hasta qué punto son fundamentales las primeras sensaciones, porque se convierten en indicadores o guías de nuestra vida.